Carta del Superior General a los amigos y benefactores n°94

El papel del padre de familia en el florecimiento de las vocaciones.
Queridos fieles, y en particular, queridos padres de familia:
Como saben, hemos querido dedicar este Año Santo a las oraciones y esfuerzos necesarios para atraer vocaciones. Ahora bien, no se puede hablar del florecimiento de una vocación sin hablar de la familia. Nuestro Señor mismo, sacerdote por excelencia desde el momento de su Encarnación, quiso crecer en una familia para santificarla de una manera particular y ejemplar. Es evidente que el ejemplo de las virtudes domésticas constituye, en cierto modo, el primer seminario y el primer noviciado de toda alma que Dios llama a su servicio.
Quisiéramos dedicar estas breves reflexiones al papel más específico del padre de familia. En el mundo moderno, todo contribuye a destruir su autoridad; pero hoy más que nunca, su responsabilidad y su misión se ven cada vez más desnaturalizadas por aquello denominado, para simplificar, “wokismo” contemporáneo. El hombre y la mujer, el esposo y la esposa, parecen tener hoy roles idénticos y responsabilidades equivalentes, lo que genera una confusión total y un ambiente malsano. Las primeras víctimas de esta terrible confusión son aquellos que deberían ser educados para convertirse en adultos y asumir algún día sus propias responsabilidades. Una vez más, solo el Evangelio puede restablecer el orden que la modernidad ha destruido,
El punto de partida
¿Qué se le puede aconsejar a un padre de familia que desea educar bien a sus hijos y permitir, si es la voluntad de Dios, que florezca una o varias vocaciones en su familia? En primer lugar, no se trata simplemente de hacer tal o cual cosa, ni de evitar esto o aquello. Se trata, ante todo, de vivir habitualmente en una disposición de fe y caridad, ya que una vocación es una respuesta al llamado de Dios, lo que presupone una perspectiva sobrenatural y, al mismo tiempo, una generosidad sin límites para entregar a Dios todo lo que uno es. De esta disposición habitual se derivarán naturalmente los actos y comportamientos correspondientes.
San Pablo nos da la clave para comprender por dónde hay que empezar. Se trata de la exigencia, para el esposo, de amar a su esposa con el mismo amor que Nuestro Señor manifestó hacia su Iglesia: “Maridos, amad a vuestras mujeres, como también Cristo amó a la Iglesia, y se entregó Él mismo por ella, para santificarla, purificándola con la palabra en el baño del agua, a fin de presentarla ante Sí mismo como Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada semejante, sino santa e inmaculada” (Ef. 5, 25-27).
Es evidente que el amor hacia la esposa se refleja directamente también en los hijos. Es observando cómo su padre ama y trata a su madre que un adolescente descubre, mucho más de lo que podemos imaginar, cuál es, en la tierra, la imagen de la generosidad y el amor de Nuestro Señor. Si un día Dios lo llama a su servicio, él mismo deberá ser, en un grado aún mayor y muy diferente, la imagen de ese mismo amor y autoridad. Intentemos, pues, ver qué significa el amor del padre en relación con su esposa y con Dios.
El amor verdadero, que es la base de este gran ideal que Nuestro Señor comunica a cada padre de familia, puede resumirse en tres actos fundamentales, a los que pueden asociarse todos los demás. En primer lugar, el amor presupone un profundo conocimiento del ser amado: lo vemos, lo contemplamos, lo admiramos. En segundo lugar, el amor condiciona completamente la forma en que tratamos a la persona amada: suscita un profundo respeto, proporcional al grado de amor. Por último, el amor verdadero nos impulsa a actuar con una entrega y un espíritu de servicio absolutos.
La admiración
En primer lugar, un esposo debe admirar a su esposa como la persona que Dios ha querido y elegido para él, para ser la madre de sus hijos y la ayuda única e insustituible para apoyarlo, tanto en su misión de cabeza de familia como en la santificación de su alma. La esposa es ante todo vista y admirada como un don de Dios, dotada de las cualidades que le permiten cumplir a su lado su misión de esposa y madre.
Por lo tanto, a través de ella, la admiración del esposo se extiende naturalmente al plan de Dios sobre la familia, a las leyes divinas y, finalmente, a Dios mismo y a su sabiduría. Esta perspectiva trascendente debe profundizarse cada vez más con el paso de los años. No hay nada que marque más el alma de un niño o un adolescente que crecer con este ejemplo ante sus ojos: le permite tomar mayor conciencia de su lugar en el plan de Dios, un lugar a la vez muy humilde y dependiente, y comprender que, sin embargo, está llamado por Dios a cosas muy grandes, en la misma medida de esta dependencia.
Es evidente que esta dimensión de la admiración debe transmitirse al niño no solo en el ámbito natural, en relación con la grandeza y la perfección de las leyes de la creación, sino principalmente en todo lo que se refiere a los misterios de Dios y la religión. Aquí hablamos directamente del fruto de la gracia sacramental del matrimonio, que da al matrimonio cristiano una dimensión completamente ajena al matrimonio puramente natural. Muy a menudo, los misterios de Dios y los deberes religiosos se debilitan, porque se viven de forma rutinaria, pasiva, sin ningún esfuerzo de profundización por parte del padre. No hay que sorprenderse si esta misma pasividad y falta de entusiasmo se encuentran luego en los hijos. En efecto, la falta de admiración nos impide tener un ideal y vivirlo para comunicarlo. Lo que debería ser un ideal se transforma entonces en algo abstracto, una noción más que aprender y memorizar, pero sin poder poner en ello el corazón, ocupado en otras cosas. Un padre de familia que conoce y vive las verdades de la fe, que habla con sus hijos del catecismo, del ejemplo de los santos, del amor de Nuestro Señor, alimenta continuamente en sí mismo y a su alrededor el ideal al que hay que referirlo todo concretamente. De este modo, encontrará fácilmente temas de conversación siempre interesantes y ayudará a sus hijos a escapar de las omnipresentes trampas de la banalidad y la vulgaridad.
Pero, una vez más, es extremadamente significativo observar cómo a una esposa admirada cristianamente le corresponde un Dios buscado y contemplado: no hay nada más eficaz para la formación moral de un adolescente que ver estos dos actos de amor completarse armoniosamente en la persona de su padre.
El respeto
En segundo lugar, el amor verdadero engendra el respeto. Un niño respetará a su madre si ve que su padre hace lo mismo. Este respeto por parte del padre impregna todas sus relaciones con su esposa: la forma de hablarle, de hablar sobre ella, de considerarla, de tratarla. No se trata simplemente de buenos modales o de una especie de cortesía conyugal meramente formal. Se trata más bien de la expresión exterior de un amor profundo que condiciona espontáneamente toda relación. Es evidente que este profundo respeto encuentra en la pureza tanto su fundamento como su máxima expresión. Es imposible amar a la esposa como Nuestro Señor amó a su Iglesia si no se hace primero en la pureza. No hay nada como esta virtud para sanar la vida conyugal y manifestar tan infaliblemente el respeto debido a la esposa. La pureza condiciona el lenguaje y las actitudes cotidianas. Esto impulsa al padre a estar atento para alejar del hogar todo lo que pueda empañar de alguna manera este ambiente de respeto y pureza.
Todo esto, evidentemente, debe ser a fortiori el fundamento de la relación de una familia con todo lo sagrado: la ley de Dios, sus exigencias, los deberes que de ella se derivan y, en particular, la relación con las personas consagradas. No hay nada más eficaz para destruir futuras vocaciones que la falta de respeto hacia las cosas y las personas sagradas. Desde siempre, la Revolución ha intentado desacreditar a la Iglesia y ridiculizar sus misterios explotando al máximo los defectos de sus miembros. Es una táctica que, lamentablemente, sigue funcionando. Debe su eficacia a esa asociación diabólica y sorprendente entre lo sagrado y lo reprensible del ser humano. No hay que caer en este error, dejándose llevar por un espíritu crítico que provocará heridas ocultas pero irremediables en los niños. Estas heridas alimentarán la indiferencia o la desconfianza.
Mantener el respeto por todo lo sagrado – personas y cosas – no significa justificar las debilidades ni las disfunciones. Significa simplemente amar a la Iglesia como la ama Nuestro Señor: por lo que es y por lo que, en ella, continúa santificando y salvando almas, a pesar de los defectos demasiado humanos de sus miembros y de los esfuerzos de sus enemigos por obstaculizar su obra. Este es un punto extremadamente importante y delicado, sobre el cual un padre de familia debe estar siempre atento y examinarse a sí mismo.
Por supuesto, respetar todo lo que es sagrado no significa simplemente abstenerse de criticarlo o despreciarlo, sino que el padre de familia debe mostrar de manera positiva una obediencia incondicional, alegre y sincera a las leyes de Dios y de la Iglesia, fiel eco de Nuestro Señor, que siempre y en todo obedeció a su Padre. Más aún: no solo se trata de dar ejemplo, sino de lograr conducir paternalmente a los demás miembros de su familia hacia ello. Su autoridad le ha sido confiada con este fin: hacer respetar el orden sagrado establecido por Dios, con una dulce intransigencia, consciente de estar a la altura de la misión que le ha sido encomendada.
La abnegación
Finalmente, el amor verdadero conduce a la abnegación. En el sentido pleno y cristiano del término, la abnegación significa algo muy concreto: el don de sí mismo. A eso conduce. Una vez más, es en primer lugar hacia su esposa que el padre de familia debe mostrar esta generosidad. Sin cálculos, se entrega voluntariamente a quien le ha sido confiada, acepta generosamente sus limitaciones, sus defectos, sus debilidades, sin caer en la amargura y las recriminaciones. Nada en la vida familiar lo lleva a la decepción, porque todo es aceptado y vivido como un don de Dios. Amor y egoísmo son dos términos radicalmente opuestos. También aquí, Nuestro Señor es el ejemplo perfecto del Esposo que primero amó a la Iglesia sin ningún cálculo y sin otro fin que purificarla, enriquecerla moralmente y salvarla.
En la vida cotidiana, esta abnegación adoptará mil formas diferentes según circunstancias muy variadas, pero siempre en nombre de la misma caridad.
Es evidente que esta abnegación del padre de familia debe expresarse particularmente en los actos derivados de la virtud de la religión, tanto dentro como fuera de la familia. Las aplicaciones son múltiples, pero nos gustaría destacar una en particular: la oración en familia. Con demasiada frecuencia se descuida. Suele considerarse muy a menudo que es ante todo tarea de la madre, a la que se unen los demás miembros de la familia. Esto es falso y constituye una grave falta por parte del padre de familia. No hay nada más necesario e impactante para un hijo que ver a su padre volver del trabajo y arrodillarse entre sus hijos con el rosario en la mano. De forma natural, se sentirá impulsado a seguir su ejemplo durante toda su vida, especialmente en medio de las pruebas y en los momentos de fatiga. Si Dios lo llama, estará listo para responder.
El espíritu de sacrificio
No se puede perseverar diariamente en la oración en familia sin un verdadero espíritu de sacrificio. Por la noche, todo el mundo tiene todavía algo que hacer y está cansado, excepto quizá los más pequeños, que aún no saben rezar, pero que corren por todas partes hasta la hora de acostarse. En un buen padre, el espíritu de sacrificio prevalece. Ama demasiado a su esposa, a sus hijos, a su Dios, como para dejarse llevar. No acepta rendirse.
Su generosidad le impulsa a comprometerse también, en la medida de sus posibilidades, a ayudar a la parroquia y, en general, a todos aquellos a quienes pueda aportar algo, incluso fuera de su familia. No estamos hablando de emprender grandes obras, sino simplemente de estar dispuesto a ofrecer un poco de su tiempo y de sus talentos, a menudo de forma discreta. Inevitablemente, los primeros en beneficiarse de esta generosidad que se expresa fuera de la familia son los propios hijos. Tienen ante sus ojos el ejemplo de un buen padre que, sin hacerles carecer de nada, encuentra los recursos para irradiar y entregarse también fuera de su familia. Este ejemplo los prepara para practicar la misma generosidad, sea cual sea el camino que Dios les haya reservado.
Lo que nos dice el Magisterio de la Iglesia
El Papa Pío XI, más que ningún otro, supo resaltar el papel insustituible de la familia en el florecimiento de las vocaciones. A modo de conclusión, he aquí lo que nos enseña en su encíclica Ad catholici sacerdotii, del 20 de diciembre de 1935:
“El jardín primero y más natural donde deben germinar y abrirse como espontáneamente las flores del santuario, será siempre la familia verdadera y profundamente cristiana. La mayor parte de los obispos y sacerdotes ‘cuyas alabanzas pregona la Iglesia’ (Eclo. 44, 15) han debido el principio de su vocación y santidad a los ejemplos y lecciones de un padre lleno de fe y virtud varonil, de una madre casta y piadosa, de una familia en la que reinaba soberano, junto con la pureza de costumbres, el amor de Dios y del prójimo. […]
Cuando en una familia los padres, siguiendo el ejemplo de Tobías y Sara, piden a Dios numerosa descendencia que bendiga el nombre del Señor por los siglos de los siglos (Tb. 8, 9) y la reciben con acción de gracias como don del cielo y depósito precioso, y se esfuerzan por infundir en sus hijos desde los primeros años el santo temor de Dios, la piedad cristiana, la tierna devoción a Jesús en la Eucaristía, y a la Santísima Virgen, el respeto y veneración a los lugares y personas consagrados a Dios; cuando los hijos tienen en sus padres el modelo de una vida honrada, laboriosa y piadosa; cuando los ven amarse santamente en el Señor, recibir con frecuencia los santos sacramentos, y no solo obedecer a las leyes de la Iglesia sobre ayunos y abstinencias, pero aun conformarse con el espíritu de la mortificación cristiana voluntaria; cuando los ven rezar en el hogar, agrupando en torno a sí a toda la familia, para que la oración hecha así, en común, suba y sea mejor recibida en el cielo; cuando observan que se compadecen de las miserias ajenas y reparten a los pobres de lo poco o mucho que poseen, será bien difícil que tratando todos de emular los ejemplos de sus padres, alguno de ellos a lo menos no sienta en su interior la voz del divino Maestro que le diga: ‘Ven, sígueme’ (Mt. 19, 21), ‘y te haré pescador de hombres’ (Mt. 4, 19)”.
¡Que Dios los bendiga!
Menzingen, 8 de junio de 2025, en la fiesta de Pentecostés
Don Davide Pagliarani, Superior General
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(Fuente: Casa general – FSSPX.Actualidad)