Doctrina cristiana: el sacramento de la eucaristía

Eucaristía significa "gracia excelente" o "acción de gracias". Esta palabra designa el don divino del Redentor y el misterio de la fe en el que, bajo las especies del pan y del vino, está contenido Jesucristo mismo, ofrecido y tomado como alimento. La Eucaristía es al mismo tiempo sacrificio y sacramento de la Nueva Ley.
I – Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía
Institución de la Santa Eucaristía
Nuestro Señor Jesucristo instituyó la Santa Eucaristía durante la Última Cena, antes de su Pasión, cuando, tomando el pan, dio gracias y lo dio a sus discípulos diciendo: "Tomad y comed todos de él, pues esto es mi Cuerpo", y después de haber cenado, tomando el cáliz, lo dio a sus discípulos y dijo: "Tomad y bebed, pues ésta es mi Sangre", y añadió: "Haced estas cosas en memoria de Mí". Cf. Mt 26, 26-28; Mc 14, 22-24; Lc 22, 19-20; 1 Cor 11, 23-25.
Cuando Jesús pronunció las palabras de consagración sobre el pan y el vino, se produjo una maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Jesucristo, y de toda la sustancia del vino en su preciosa Sangre, permaneciendo únicamente las especies o accidentes del pan y del vino.
Esta milagrosa conversión, que todos los días se obra en nuestros altares, la llama la Iglesia transustanciación.
Las especies designan la cantidad y las cualidades sensibles del pan y del vino, como la figura o aspecto, olor, color, sabor y todas las otras propiedades. Las especies del pan y del vino permanecen de un modo admirable sin su sustancia por virtud de Dios omnipotente. Lo mismo bajo las especies del pan que bajo las especies del vino está todo Jesucristo vivo, en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.
Ministros del sacramento
Al decir a sus Apóstoles: "Haced esto en memoria de Mí", Cristo los instituyó sacerdotes del Nuevo Testamento, ordenándoles, a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, consagrar, ofrecer y distribuir su Cuerpo y su Sangre bajo las especies del pan y del vino, como acababa de hacerlo Él mismo.
Los sacerdotes ejercen este poder y cumplen este precepto cuando, actuando en nombre de la persona de Jesucristo, celebran el sacrificio de la Misa.
Al pronunciar las palabras de la Consagración, el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, junto con su alma y su divinidad, se vuelven verdadera, real y sustancialmente presentes bajo las especies del pan y del vino. En cada parte y en la más mínima partícula de estas especies está contenido Jesucristo entero, verdadero Dios y verdadero Hombre.
"De la misma manera que Yo, enviado por el Padre viviente, vivo por el Padre, así el que me come, vivirá también por Mí. Este es el pan bajado del cielo, no como aquel que comieron sus padres, los cuales murieron. El que come este pan vivirá eternamente” (Jn. 6, 58).
"Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciad la muerte del Señor hasta que Él venga. De modo que quien comiere el pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor" (I Cor. 11, 26-27).
Materia y fórmula
Al estar presente bajo las especies sacramentales, Jesucristo no deja de estar presente en el Cielo.
La materia del sacramento de la Eucaristía es el pan de trigo y el vino de vid. En Occidente, el pan de trigo es ácimo, mientras que en la mayoría de las Iglesias orientales el pan se fermenta. Al vino debe añadírsele un poco de agua, antes de la consagración.
La forma del sacramento consiste en las palabras que el sacerdote, actuando en la persona de Jesucristo, pronuncia al momento de la consagración del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo. El mismo Jesucristo, Dios todopoderoso, es quien ha dado tanta virtud a las palabras de la consagración.
La consagración no es más que la renovación, por medio del sacerdote, del milagro que hizo Jesucristo en la Última Cena de mudar el pan y el vino en su Cuerpo y Sangre adorables, diciendo: "Éste es mi Cuerpo; ésta es mi Sangre".
Presencia Real
Así en la hostia como en el cáliz está todo Jesucristo, porque en la Eucaristía está vivo e inmortal como en el cielo; por esto, donde está su Cuerpo, allí está también la Sangre, Alma y Divinidad, y donde está la Sangre, allí está también el Cuerpo, Alma y Divinidad, pues todo esto se halla inseparable en Jesucristo.
Cuando Jesús está en la hostia no deja de estar en el cielo, mas se halla al mismo tiempo en el cielo y en el Santísimo Sacramento, en cada hostia consagrada. Cuando el sacerdote parte una hostia, no se parte el Cuerpo de Jesucristo, sino solamente las especies del pan; el Cuerpo de Jesucristo permanece entero en todas las partes en que se halla dividida la hostia. Cada partícula debe ser honrada, adorada y respetada por todos porque contiene verdadera, real y sustancialmente al mismo Jesucristo Señor nuestro.
Jesucristo, tal y como está escrito en el Evangelio de San Juan: "habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin" (Jn. 13, 1), es decir, que al instituir la Sagrada Eucaristía, Nuestro Señor les mostró su amor infinito. Después de haber instituido el sacramento de su amor, Cristo quiso ser entregado en manos de los judíos y de los soldados, para sufrir su Pasión antes de morir en la Cruz, ofreciendo el sacrificio único y eterno, el único capaz de reconciliarnos con Dios y redimirnos por nuestros pecados, librándonos del poder del demonio y abriéndonos las puertas del cielo.
II – El Sacrificio de la Misa
Definición
Las palabras necesarias para consagrar la Sagrada Eucaristía son las mismas palabras que Cristo pronunció sobre el pan y el vino en la Última Cena, y que todo sacerdote, actuando en nombre de Jesucristo, repite en la celebración de la Misa.
La Misa es el verdadero y mismo sacrificio de la Nueva Ley en la que Jesucristo, a través del ministerio del sacerdote, ofrece a Dios Padre, en una inmolación mística incruenta, su Cuerpo y su Sangre, bajo las especies del pan y del vino.
"Porque desde el orto del sol hasta el ocaso es grande mi Nombre entre las naciones; y en todo lugar se ofrece a mi Nombre incienso y ofrenda pura, pues grande es mi Nombre entre las naciones, dice Yahvé de los ejércitos" (Malaquías 1, 11).
Es un sacrificio, es decir, la oblación hecha a Dios de una víctima como un signo de honor y reverencia, para manifestar al Creador y Dueño de todas las cosas su soberanía sobre el hombre, su creatura. Aquí, la víctima es el mismo Jesucristo, Hijo de Dios encarnado, la Víctima perfecta y única digna de Dios, de quien los sacrificios del Antiguo Testamento no eran más que figuras.
Objetivo de la Misa
Jesucristo instituyó este admirable sacrificio, testimonio de su amor, para dejar a la Iglesia un sacrificio visible, adaptado a la naturaleza misma del hombre, que representa el sacrificio sangriento consumado una sola vez en la Cruz. De esta manera, perpetúa la memoria del sacrificio de la Cruz hasta el fin del mundo y nos aplica una virtud saludable para la remisión de los pecados que cometemos con tanta frecuencia.
"Y habiendo tomado el pan y dado gracias, lo rompió, y les dio diciendo: “Este es mi cuerpo, el que se da para vosotros. Haced esto en memoria mía” (Lc. 22, 19).
"Porque yo he recibido del Señor lo que también he transmitido a vosotros: que el Señor Jesús la misma noche en que fue entregado, tomó el pan, y habiendo dado gracias, lo partió y dijo: Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Esto haced en memoria mía. Y de la misma manera, tomó el cáliz, después de cenar, y dijo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; haced esto cuantas veces bebáis, en memoria de mí. Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis el cáliz, anunciareis la muerte del Señor hasta que Él venga" (I Cor. 11 23-26).
El sacrificio de Cristo en la Cruz está especialmente representado en la Misa por la doble consagración del pan y del vino hecha por separado. Realiza la verdadera separación del Cuerpo y la Sangre que Nuestro Señor Jesucristo sufrió en la muerte sangrienta que experimentó en la Cruz.
La Misa no es una representación pura y simple del sacrificio de la Cruz; es la renovación del mismo sacrificio de la Cruz. Solo hay una y la misma víctima, el mismo sacerdote que se ofrece en la Cruz y que ahora es ofrecido por sus ministros; solo el modo de oblación difiere, ya que el sacrificio de la Misa es incruento.
Aplicación de los frutos del sacrificio de la Cruz
Los frutos del sacrificio de la Cruz nos son aplicados por el sacrificio de la Misa, y recibimos las gracias que Jesucristo ha merecido para nosotros al precio de su sangre.
Por estas razones se ofrece la santa Misa:
- Para adorar a Dios: es un sacrificio latréutico;
- En acción de gracias por su gran gloria y por las bendiciones que nos ha dado: es un sacrificio eucarístico;
- Para obtener otras bendiciones de la majestad divina: es un sacrificio impetratorio;
- Para hacerlo favorable hacia los vivos, a pesar de sus pecados y el castigo que merecen, y hacia los muertos, quienes sufren en el fuego del Purgatorio: es un sacrificio propiciatorio.
El sacrificio perfecto de la Misa se ofrece solo a Dios. Aunque la Iglesia tiene la costumbre de celebrarlo en honor y en memoria de la Santísima Virgen María y de los santos, esto no significa que se les ofrezca a ellos este sacrificio, que solo pertenece a Dios, sino que se hace para alabar a Dios por sus victorias y para implorar su patrocinio y su intercesión ante él.
El sacrificio de la Misa a través del cual se le rinde a Dios el culto que le es debido es ofrecido por un ministro católico debidamente reconocido. Cada Misa se aplica no solo al celebrante, sino también a la comunidad de fieles, vivos y muertos, y especialmente a todos aquellos a quienes el sacerdote conmemora y para quienes formula sus intenciones. Puede tratarse de una persona viva o muerta, o alguna intención particular que se le haya confiado.
La asistencia a la Misa
La mejor forma en que los fieles deben asistir al sacrificio de la Misa es ofreciendo a Dios, junto con el sacerdote, la víctima divina, recordando el sacrificio de la Cruz y uniéndose con Jesucristo a través de la comunión sacramental, o al menos a través de una comunión espiritual.
Ninguna otra práctica de adoración de la religión católica es más santa, ninguna otra procura una mayor gloria para Dios, ninguna otra es más útil para la salvación de las almas que el santo sacrificio de la Misa, en el que se pueden encontrar tan perfectamente todos los frutos de la Redención que Cristo realizó a través de Su Pasión y su muerte en la Cruz.
Católicos, asistan con frecuencia a este augusto y divino sacrificio, para que su alma, al escucharlo, tenga los mismos sentimientos de ardiente piedad que hubiera tenido en el Calvario en la presencia de Cristo moribundo.
Escuchar la Misa con devoción significa:
—Unir, desde el inicio, nuestras intenciones a las del sacerdote que ofrece a Dios el santo sacrificio para el fin por el cual se ha instituido;
— Seguir al sacerdote en cada una de las oraciones y acciones de sacrificio;
— Meditar en la pasión y muerte de Jesucristo, y detestar con todo el corazón los pecados que la han causado;
—Comulgar sacramentalmente, o al menos espiritualmente mientras el sacerdote comulga.
El rezo del rosario u otras oraciones durante la santa Misa no impiden escucharla de manera fructífera; siempre que uno intente lo más posible seguir las ceremonias del santo sacrificio. Es muy loable orar por los demás mientras se asiste a la Santa Misa, especialmente orar por las intenciones de los vivos y los muertos.
III - La Eucaristía
Naturaleza y razón de este sacramento
El sacramento de la Eucaristía es un sacramento instituido por Jesucristo, en el cual Jesucristo mismo, autor de la gracia, está verdadera, real y sustancialmente contenido bajo las especies del pan y del vino, para alimento espiritual de nuestras almas.
"El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día. Porque la carne mía verdaderamente es comida y la sangre mía verdaderamente es bebida. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, en Mí permanece y Yo en él. De la misma manera que Yo, enviado por el Padre viviente, vivo por el Padre, así el que me come, vivirá también por Mí" (Jn. 6, 55-58).
Jesucristo instituyó este sacramento para permanecer continuamente presente entre nosotros y, a cambio, para ser amado y honrado. Él lo instituyó para unirse con nosotros a través de la Sagrada Comunión, para nutrir nuestra alma con el alimento celestial que nos permite proteger y preservar nuestra vida espiritual. Por último, lo instituyó para convertirse, al final de nuestra vida, en nuestro viático para la eternidad.
"He aquí el pan, el que baja del cielo para que uno coma de él y no muera. Yo soy el pan, el vivo, el que bajó del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo” (Jn. 6, 50-52).
Sacramento y sacrificio
Entre el sacramento y el sacrificio de la Eucaristía hay las siguientes diferencias:
El sacramento se produce a través de la consagración y permanece, mientras que el sacrificio consiste en la oblación de la víctima divina. Por lo tanto, la Misa es esencialmente sacrificio, pero el anfitrión divino contenido en el Ciborium o llevado a un enfermo es un sacramento y no un sacrificio.
El sacramento es una causa de mérito para aquellos que reciben la Sagrada Hostia, y les proporciona ventajas espirituales, mientras que el sacrificio no solo tiene el efecto de mérito, sino también de satisfacción.
Condiciones para recibir la Comunión
Para recibir la Comunión, se debe estar bautizado y, al igual que en el caso de todos los sacramentos para vivos, es decir, aquellos que tienen una vida sobrenatural, es necesario estar en estado de gracia.
"De modo que quien comiere el pan o bebiere el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Pero pruébese cada uno a sí mismo, y así coma del pan y beba del cáliz, porque el que come y bebe indignamente, no haciendo distinción del Cuerpo (del Señor), come y bebe su propia condenación" (I Cor. 11, 27-29).
Debemos presentarnos a recibir el banquete sagrado llevando ropa decente, con un aspecto modesto y reverencial.
Aquellos que tienen conciencia de estar en pecado mortal deben hacer una confesión sacramental antes de recibir la Comunión. En caso de necesidad urgente y cuando no hay un confesor disponible, se debe hacer un acto de contrición perfecta.
"Quien tenga conciencia de hallarse en pecado grave, por muy contrito que se crea, no deberá acercarse a la santa Comunión sin una previa confesión sacramental; pero si se presentara una necesidad urgente y no hubiera ministros de confesión, primero deberá hacer un acto de perfecta contrición” (Canon 856, 1917 Código Pio-Benedictino de Derecho Canónico).
Finalmente, debemos tener conciencia de lo que estamos recibiendo y acercarnos a la Santa Mesa con devoción, humildad y modestia, con una conciencia pura y un gran amor por Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que se hace a sí mismo alimento para nuestras almas.
Sobre el ayuno eucarístico
Además, y bajo pena de pecado mortal, hay que guardar un ayuno. Debemos respetar la ley del ayuno eucarístico antes de acercarnos a la Santa Mesa. Este ayuno consiste en no haber tomado bebidas alcohólicas o alimentos sólidos durante las tres horas previas a la recepción de la Comunión, ni ningún alimento líquido, ni siquiera sin alcohol, una hora antes. El agua y los medicamentos sólidos no rompen el ayuno en ningún momento.
En la actualidad, la ley eclesiástica ha reducido a solo una hora la duración del ayuno eucarístico, lo cual es una relajación con respecto a la disciplina tradicional, que en su forma antigua y venerable consistía en abstenerse de toda comida o bebida desde la medianoche y hasta la Comunión de la mañana.
Se cometería un pecado mortal de sacrilegio si se comulga voluntariamente sin haber guardado el ayuno establecido, a menos que se esté en peligro de muerte o en la necesidad de prevenir la profanación del sacramento.
La Fraternidad San Pío X alienta a los fieles a adherirse a la disciplina vigente antes del Concilio Vaticano II, es decir, a observar un ayuno de tres horas antes de la comunión.
Disposiciones para recibir la Comunión
Para recibir la comunión con devoción, debemos prepararnos cuidadosamente y realizar un acto adecuado de acción de gracias. La preparación para la comunión consiste en meditar con atención y devoción, durante algún tiempo, en el gran sacramento que vamos a recibir, haciendo actos de fe, esperanza, caridad y arrepentimiento, pero también de adoración, humildad y deseo de recibir a Jesucristo. Las oraciones de la Misa para antes de la comunión son una excelente preparación.
La acción de gracias consiste en meditar con atención y devoción en el huésped que acabamos de recibir. Debemos realizar actos de fe, esperanza y caridad, presentar nuestras buenas intenciones, gratitud y peticiones, pero también hacer actos de adoración y ofrecimiento personal. Después de la comunión, debemos, ante todo, pedir a Jesucristo las gracias necesarias para la salvación, para nosotros y para nuestro prójimo, y principalmente la gracia de la perseverancia final, la victoria de la Iglesia sobre sus enemigos y el descanso eterno para las almas de los fieles difuntos.
Cómo se debe recibir la Comunión
Al momento de recibir la Santa Comunión, debemos estar de rodillas, mantener la cabeza modestamente girada hacia la Sagrada Hostia, los ojos cerrados, la boca abierta y la lengua ligeramente hacia adelante en el labio inferior.
Un monaguillo (o cada uno, si no hay un monaguillo presente) sostendrá una patena debajo de la barbilla.
Al recibir la Hostia, se debe consumir sin demora tragándola tan pronto como sea posible. Si se adhiere al paladar, se separará con la lengua, nunca con los dedos.
Efectos de la Comunión Eucarística
En aquellos que la reciben dignamente y con devoción, la Sagrada Eucaristía produce los siguientes efectos:
- Aumenta la gracia santificante y el fervor de la caridad: así como el alimento sostiene y aumenta la vida del cuerpo, así también la Santa Eucaristía preserva y aumenta la gracia que es la vida del alma;
- Perdona los pecados veniales;
- Es de gran ayuda para la perseverancia final: disminuyendo la concupiscencia, preservando del pecado mortal, fortaleciendo el alma en la práctica de las buenas obras y produciendo consuelo espiritual.
"Yo soy el pan de vida. Los padres vuestros comieron en el desierto el maná y murieron. He aquí el pan, el que baja del cielo para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre, y por lo tanto el pan que Yo daré es la carne mía para la vida del mundo” (Jn. 6: 48-52).
La Sagrada Eucaristía aumenta el fervor y nos ayuda poderosamente a actuar de acuerdo con la voluntad de Dios y los planes de Jesucristo para cada uno de nosotros; es una prenda de la gloria futura y la resurrección de nuestro cuerpo.
Obligación que tenemos de comulgar
Todos los fieles están obligados, por mandato de la Iglesia, a recibir la Comunión al menos una vez al año, en el tiempo de Pascua.
“Todos los fieles de ambos sexos, después de haber llegado a los años de la discreción, es decir, el uso de la razón, deben una vez al año, al menos en Pascua, recibir el sacramento de la Eucaristía, a no ser que, por consejo del propio sacerdote, por alguna causa razonable, juzgare que se ha de abstener temporalmente de su recepción (Canon 859 §1)".
Además, en caso de peligro de muerte, y cualquiera que sea la causa del peligro, todos están obligados a obtener la ayuda de la santa comunión, que se recibe en el santo viático. Es por esto que todos aquellos que cuidan a los enfermos, ya sean corpóreos o espirituales, deben cuidarse de no posponer demasiado tiempo el santo viático, y prestar mucha atención para garantizar que los enfermos en peligro de muerte lo reciban con plena conciencia.
Se permite comulgar dos veces en el mismo día únicamente:
—Si, habiendo recibido ya la comunión, surge un peligro de muerte de modo que la segunda comunión se tome en viático;
—Si, asimismo, surge la necesidad de prevenir la profanación del Santísimo Sacramento.
La Iglesia católica fomenta la recepción de la Comunión a menudo, incluso diariamente, siempre que se cumplan las condiciones necesarias.
Honrar a Jesús en la Hostia
Debemos honrar a Jesucristo presente en la Eucaristía:
- Adorándolo con supremo respeto;
- Dándole nuestro amor en pago de su amor;
- Pidiéndole su gracia con total confianza.
Cada vez que entramos a una iglesia donde se reserva el Santísimo Sacramento, debemos considerar que estamos en la presencia de Jesucristo. Él es el Dios a quien los ángeles adoran temblando. Además, hay que tener cuidado con cualquier irreverencia, ya sea en la vestimenta o comportamiento, u olvidando guardar silencio y las señales de respeto debidas al Señor y Dueño de todas las cosas.
Jesucristo es nuestro amigo más amoroso que permanece allí en el tabernáculo día y noche, prisionero de su amor. Visitémoslo a menudo y agradezcámosle por tan gran caridad. Sus manos están llenas de dones celestiales, que Él desea prodigarnos: recemos con confianza.
¡Alabado sea Jesús en todo momento en el Santísimo Sacramento del Altar!
Fuentes: Cardinal Gasparri, Catéchisme catholique/Saint Pie X, Grand catéchisme – FSSPX.Actualités - 18/04/2019