El Padre Roger-Thomas Calmel, 1914-1975 (2)

Con motivo del 50 aniversario de la muerte del padre Calmel, FSSPX.Actualidad ofrece un artículo publicado en 2013 en el Courrier de Rome: "Un hijo de santo Domingo en el siglo XX. Fue un sabio".
II. El sabio discierne la verdad (o discernir la verdad)
Purificada por la contemplación recibida en la oración y el estudio, la inteligencia del sabio posee una clarividencia poco común. Así fue en el caso del padre Calmel. Este, al recordar las luchas de su vida, confesaba en 1974: "Si no me enquisté a los 14 años, a los 28, a los 49 (y a los 40), es porque ante Dios preferí la luz" (p. 319).
Su biógrafo explica que se trata de todas las etapas en las que, en el seminario menor, luego ante los primeros indicios de decadencia de su Orden y las primeras sanciones que pusieron fin momentáneamente a su fructífero apostolado entre las dominicas de enseñanza del Santo Nombre de Jesús, y finalmente en la tormenta modernista, "supo callar sus propios sentimientos, permanecer del lado la luz, mantenerse ante Dios y recibir de Él saber defender sus derechos y su verdad con paz y bondad".
Así, toda su obra está bañada por esta luz que aclara los acontecimientos indicando sus causas, que ilumina las teorías y opiniones del momento remontándose a los principios, que establece un orden entre las criaturas y les asigna su fin justo, que percibe una jerarquía en las sociedades, que, en definitiva, ve a los seres y las cosas con los mismos ojos de Dios.
Esta es, por otra parte, la alabanza que le dedicó Monseñor Lefebvre en el prefacio de la Teología de la Historia, publicado en 1984: "En todas sus obras, el padre Calmel se ha esforzado, a imagen de su Maestro, el Ángel de las Escuelas, santo Tomás de Aquino, por buscar las causas profundas, las razones últimas, altissimas causas, de donde proviene el interés extraordinario y definitivo de sus trabajos... Al leerlo, no se puede dejar de constatar la acción de los dones del Espíritu Santo, de sabiduría e inteligencia, que le hacen juzgar todo in rationibus æternis, según los principios eternos, los principios divinos, que iluminan con una luz singular los temas que trata como hombre de Dios, como sacerdote, como teólogo" (p. 366-367).
1. Un análisis penetrante del pasado
Al examinar el pasado, discernía la influencia que habían ejercido en el curso de los acontecimientos el heroísmo de unos y la cobardía o la perversión de otros. Por un lado, no dudó en atribuir su propia vocación dominica al "martirio de algún dominico español desconocido, mártir de los rojos del verano del 36" (p. 206).
Y, a la inversa, distinguía con lucidez las etapas progresivas de la infiltración modernista en la Iglesia, con las responsabilidades de unos y otros, desde la oposición liberal al Syllabus hasta la enseñanza heterodoxa de teólogos como los padres Congar y Chenu, a menudo encubiertos por sus superiores, pasando por la severa condena de la Action Française en 1927.
Ya en la década de 1960, también advertía contra un cierto intelectualismo —aunque fuera tomista— árido y ajeno a la vida. De ciertos predicadores que se reclamaban del pensamiento de santo Tomás, declaraba que solo lo eran "por equívoco, como archiveros exactos y concienzudos", pero sin dejarse informar por ese orden que el verdadero tomismo "establece en toda la vida intelectual y en la vida interior misma" (p. 90).
Tampoco cerraba los ojos a las causas espirituales y morales de la crisis: mediocridad, "rechazo deliberado de la perfección" en algunos clérigos, "insipidez del espíritu sacerdotal" en los seminarios de los años 30-35, donde se daba por sentado que "no hay que aspirar a la santidad", reservada a los religiosos (p. 69). Su diagnóstico es severo en este texto de 1975, en el que arremete contra el formalismo farisaico de algunos: "La elección decisiva, no desaprobada por los obispos, era indivisiblemente la de la corrección clerical y el arribismo eclesiástico, tomando el camino inédito de lo que pronto se llamaría apertura al mundo" (p. 70).
Aún se percibía la influencia de los trastornos históricos, de los disturbios políticos y sociales relacionados con los conflictos modernos: la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial, el dominio comunista sobre parte de Europa e incluso del mundo, la Guerra de Argelia...
2. Una amplia visión de la cristiandad
Y aquí se manifiesta uno de los aspectos más notables del pensamiento del padre Calmel: su visión no solo es profunda, sino también amplia; ve, desde lo alto, los vínculos que existen entre lo espiritual y lo temporal, entre lo invisible y lo sensible, entre lo sagrado y lo profano, de ahí su incansable lucha por un orden temporal cristiano.
Si insistía tanto, en particular, en la urgencia de una escuela auténticamente católica —objeto de su obra Ecole chrétienne renouvelée, publicada en 1958—, si se desvivía por las dominicas de enseñanza de Toulouse, era porque veía los vínculos vitales que unificaban la cultura y la gracia, la materia y la forma: "Si el Evangelio es distinto de la cultura", escribía ya en 1946 en la Revue Thomiste, "no le es ajeno, debe penetrarla porque la gracia debe penetrar la naturaleza; la impregnación de la naturaleza por la gracia se extenderá necesariamente a la cultura, ya que la cultura es una prolongación normal de la naturaleza" (p. 120-121).
Su vibrante defensa del Canon romano y de la Misa tradicional, latina y gregoriana, se basaba también en la relación indispensable entre el signo sensible y la realidad sagrada que expresa, entre los ritos y el misterio. Él mismo vivía y quería que los fieles vivieran los esplendores de la liturgia, como lo atestiguan sus comentarios litúrgicos, siempre ricos.
Del mismo modo, en plena tormenta de anticlericalismo y laicismo, insistía cada vez más en el apoyo mutuo entre el orden espiritual y el orden temporal y, por tanto, en la importancia de unas instituciones políticas conformes a la ley del Creador y del Redentor. Su colaboración en la revista Itinéraires, a partir de 1958, le llevó a profundizar en esta noción de cristiandad.
Lo explicó así en 1959: "Sobre la noción misma de Francia, la Historia debe hacer comprender lo que es: una realidad temporal (la patria y el Estado), no pura y simple, sino bautizada. Esto es lo que Charlier y Madiran me ayudaron a comprender mejor: Francia es una nación bautizada o, si se quiere, una nación cristiana que, en parte, es apóstata" (p. 224).
En consonancia con estos principios, también insistía en el papel distinto y complementario que deben desempeñar los sacerdotes y los laicos en la sociedad: "Mientras que la realeza de Cristo en el ámbito religioso, en el orden de la conversión y de la vida teologal, se realiza ante todo a través del sacerdocio, ya que es el sacerdote el ministro de la gracia y del Evangelio, la realeza de Cristo sobre las cosas de este mundo se realiza ante todo a través del laicado.
"Es misión propia de los laicos suscitar y mantener instituciones temporales conformes a la justicia cristiana" (p. 280). Por eso, no cesaba de rezar y de trabajar para obtener líderes, pensadores y santos que fueran artífices de tal renovación.
3. Una mirada lúcida sobre los embates de la Revolución
Con una mirada tan profunda y una visión tan amplia, su análisis del mundo en el que vivía no podía ser sino luminoso. Reivindicaba esa necesaria lucidez del apóstol que "no puede ocultarse de tanta vileza, sustraerse al sufrimiento que le muerde, evolucionar en medio de los fariseos resignándose, concediéndoles una sonrisa débil, indulgente y bonachona, en realidad una sonrisa a medio camino de la complicidad" (p. 250).
Sin ninguna ilusión, no se engañaba sobre la creciente barbarización: "las instituciones se resquebrajan, se acerca el Viernes Santo", lamentaba ya en 1950 (p. 157-158), denunciando el materialismo que oscurecía las mentes, hasta el punto de que los hombres perdían el sentido de su existencia.
Y más que una confrontación puntual contra tal o cual error, tal o cual peligro, la lucha del padre Calmel estaba dirigida contra la Revolución: siguiendo a Augustin Cochin, cuya obra apreciaba mucho, aunque señalaba sus límites, no dudaba en denunciar una verdadera conspiración, la de la máquina revolucionaria, ese "sistema artificial y antinatural de agrupaciones y asociaciones gracias al cual las mentiras y las maldades [...] adquieren un poder destructivo que supera con creces el poder del mal de una persona individual, o incluso de una sociedad malvada de tipo clásico" (p. 259).
Y mostraba esta contrasociedad en acción incluso dentro de la Iglesia, donde destilaba el veneno del naturalismo que pretende "que los hombres a evangelizar y convertir no están en el error y el pecado, sino que se encuentran simplemente en una fase muy interesante del crecimiento de la Historia y de la evolución del mundo".
¿Las consecuencias de tales errores? Como predicador que era, le parecían monstruosas: relativismo que propugna una verdad evolutiva, igualitarismo que rechaza la jerarquía entre la Iglesia docente y la Iglesia discente y niega todo poder al sacerdote "por su sacerdocio y su misión", fin del espíritu misionero, ya que "el objetivo a alcanzar no es la conversión: se trata únicamente de llegar al diálogo" (p. 309).
En sus cartas privadas, su tono se volvía aún más doloroso y su estilo más incisivo al constatar el celo de Satanás por organizar este mundo en el sentido de la pax americana o al lamentar las predicaciones humanitarias de algunos párrocos, "en el sentido de una solidaridad humana más bien socialista, de una cordialidad entre todas las religiones, de un entrenamiento al estado de ánimo llamado caridad: nada de eso", concluía, "representa verdaderamente la religión del Señor" (p. 341-342).
La hora le parecía tan grave que en varias ocasiones el padre Calmel se preguntó si no anunciaba el tiempo del Anticristo. Con este pensamiento, suplicaba a santa Teresa del Niño Jesús con especial fervor: "El pueblo de Dios está engañado, abusado, traicionado por sus líderes. Quizás no sea el tiempo del Anticristo. Es su prefiguración. Sin embargo, es en un tiempo tan terrible como este en el que tú habrías querido vivir para dar testimonio de tu amor al Señor. En el innumerable ejército de santos y santas, tú eres la única que ha manifestado un deseo semejante. Por lo tanto, eres más capaz que otros de comprender nuestra situación y acudir en nuestra ayuda. Enséñanos a ser santos mientras los precursores del Anticristo gobiernan, dominan la ciudad y encadenan a la Iglesia" (p. 510).
Sin engañarse, pero sin dramatizar, anunciaba las terribles consecuencias de las primeras reformas surgidas del Concilio y de la revolución litúrgica, preveía la aceleración de la descomposición del clero y de toda la sociedad, sin temor a escribir en Itinéraires, en 1963: "Llegará la hora del castigo divino sobre las naciones aún libres. El egoísmo, la cobardía, el endurecimiento de las almas, su costumbre de pudrirse cómodamente y en reposo en pecados mortales de todo tipo, en una palabra, la degradación de las costumbres privadas y públicas se habrá vuelto tan abyecta a los ojos de los hombres y tan ofensiva para Dios, que el heroísmo cristiano se habrá vuelto escaso, que el débil baluarte de las pocas instituciones honestas que aún subsisten ya no podrá resistir" (p. 285). ¡Palabras proféticas, por desgracia, en las que el padre Jean-Dominique reconoce acentos dignos de un san Vicente Ferrer o de un Savonarola!
4. Una clarividencia serena
Sin embargo, estas palabras alarmantes y, por desgracia, proféticas no deben hacernos creer que el padre Calmel sucumbió jamás a la desesperación: sus análisis son lúcidos y su estilo directo, pero sin sombras de fatalismo o derrotismo. Sus cartas expresan una y otra vez su deseo de continuar una lucha que podía parecer ridícula y vana, pero que "no es una lucha desesperada.
Es la lucha de un sacerdote que ve que el Señor le pide esta fidelidad en la noche" (p. 345). Con valentía, realismo y humildad, hace todo lo posible para apoyar a los sacerdotes y a los fieles: "El día después de la Ascensión (1966), tengo que reunirme con párrocos que no quieren ceder. Lo que es seguro es que Jesús no deja de sostener y fortalecer a las almas en este caos" (p. 350).
Y ahí es donde hay que buscar la razón de esta valentía que "espera contra toda esperanza": una confianza ilimitada en la bondad todopoderosa de Dios, la certeza de que "la prueba nos es enviada o prolongada para permitirnos dar más amor". Este sermón dirigido a los fieles de Biarritz en 1960 sigue siendo de plena actualidad.
"Pero ¿por qué, Señor, [...] permites estos días de angustia, escándalo y apostasía?" Preguntas angustiosas que siguen siendo las nuestras. Y también a nosotros nos responde el padre Calmel: "Es para que la Iglesia dé a su Esposo una respuesta de amor perfecto, para que manifieste su fidelidad en los peligros y dificultades más inverosímiles y demuestre con ello mismo con qué fervor está unida a su Esposo" (p. 268).
Tales afirmaciones solo podían ser fruto de los dones de la sabiduría y la inteligencia, los mismos que hacen juzgar todo según "las razones últimas" y "los principios eternos", por retomar las palabras de Monseñor Lefebvre, y que confieren al alma una clarividencia luminosa, amplia y profunda.
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Fuente: Courrier de Rome – FSSPX.Actualités