Eutanasia: el espejismo de un derecho regulado

Para hacer más aceptable la idea —fatal, en este caso— de un supuesto derecho a la eutanasia, rebautizado engañosamente como "ayuda para morir", los legisladores suelen recurrir a supuestas salvaguardias destinadas a evitar abusos. Sin embargo, en los Estados que ya han legalizado esta práctica, la realidad siempre difiere mucho de la intención inicial.
Como FSSPX.Actualidad mencionó hace unas semanas, el proyecto de ley sobre la ayuda para morir fue aprobado el 12 de mayo de 2025 por la Comisión de Asuntos Sociales de la Asamblea Nacional, y posteriormente enmendado por los diputados antes de ser aprobado el 27 de mayo en sesión plenaria. Antes de entrar en vigor, el proyecto de ley deberá pasar por el Senado en otoño y volver a la Asamblea para una segunda lectura.
En su estado actual, el texto prevé que la ayuda para morir solo pueda beneficiar a las personas que cumplan simultáneamente estas cinco condiciones:
– tener al menos 18 años;
– ser de nacionalidad francesa o residir en Francia;
– ser capaz de manifestar su voluntad "de forma libre e informada";
– haber declarado una enfermedad grave e incurable que comprometa su pronóstico vital, en "fase avanzada" o terminal;
– presentar un sufrimiento físico o psicológico "refractario o insoportable".
Para el ejecutivo, estas condiciones serían una serie de salvaguardias. Pero la realidad es muy diferente, si se tienen en cuenta los países que ya han legalizado la eutanasia, como Bélgica y Canadá.
Desde 2021, en Canadá, la ley autoriza el suicidio asistido para pacientes que aún no se encuentran en "fase terminal", como Paula Ritchie, que padecía enfermedades crónicas y optó por la eutanasia a petición propia. Sin embargo, en un principio, el legislador había establecido salvaguardias.
Para explicar este cambio, Ross Douthat, católico y columnista del New York Times, cita a un viudo que había intentado en vano obtener ayuda para contribuir al suicidio de su esposa enferma. En una conversación, le preguntó al periodista, conocido por su oposición a la eutanasia, qué habría propuesto a los médicos en lugar del final fatal al que aspiraba su esposa.
"La implicación implícita en su pregunta era que los médicos siempre deberían ofrecer una solución: en general, cuidados o tratamiento, pero en casos excepcionales en los que ya no se puede hacer nada, sería legítimo esperar de ellos otra alternativa: la muerte", comenta Ross Douthat. Esto presupone que los moribundos entran en una zona en la que las promesas habituales de la medicina ya no pueden cumplirse, por lo que resulta razonable autorizar a los médicos a administrar la muerte.
Pero que un médico declare que no hay nada más que hacer no es nada excepcional. Es una constatación cotidiana, por razones y enfermedades muy diversas. Para los enfermos que no se encuentran en fase terminal, la magnitud y la duración de sus sufrimientos pueden considerarse extremadamente penosos.
Por lo tanto, una justificación del suicidio asistido que haga hincapié en el grito de auxilio al que la medicina no puede responder, o en la necesidad de controlar lo incontrolable, tendrá dificultades para mantener las salvaguardias que se "venden" en un primer momento a la opinión pública para tranquilizarla.
Las experiencias canadiense y belga lo demuestran: cuando una persona que sufre desesperadamente tiene que elegir entre tratamientos insatisfactorios y una opción que garantiza el resultado —poner fin al sufrimiento mediante la muerte provocada—, la elección es rápida.
El sufrimiento es universal, pero no se reduce matemáticamente a una escala del 1 al 10, y los moribundos no constituyen una categoría aparte de los enfermos que sufren. La justificación de una solución letal, aunque sea para una categoría seleccionada de pacientes, se extenderá inevitablemente más allá de los límites establecidos por la ley. Este es, por otra parte, un objetivo declarado de los promotores de la ley, como la Asociación por el Derecho a Morir con Dignidad (ADMD).
En definitiva, el dilema es el siguiente: o bien se mantiene el consenso de que el suicidio es intrínsecamente inmoral, que el sufrimiento debe gestionarse hasta el final y se niega a un profesional digno de ese nombre la posibilidad de dar la muerte —con el desarrollo de la medicina paliativa como telón de fondo—; o bien abrir una brecha a la muerte con guantes blancos, una brecha estrecha al principio, pero que, con el tiempo, se convertirá en una puerta abierta por la que los pacientes se precipitarán o serán empujados.
Fuentes: The New York Times – FSSPX.Actualités
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