¡Feliz fiesta de Cristo Rey!
Que todos los reyes lo adoren y todas las naciones lo sirvan. Su poder es eterno y no le será arrebatado: y su reino es un reino que no se deshará.
Cristo es Rey por el doble título de Creador y Redentor de todos los hombres, por lo cual le deben entera sumisión no solamente los individuos, sino igualmente las familias, sociedades y naciones. Instituida en 1925 por Pío XI, esta fiesta inflama el corazón de los fieles contra los errores opuestos a los derechos divinos de Nuestro Señor Jesucristo, tan conculcados ya en aquel momento.
En su encíclica del 11 de diciembre de 1925, el Papa Pío XI denunció la gran herejía moderna del secularismo, el cual se niega a reconocer los derechos de Dios y su Cristo sobre las personas y sobre la sociedad misma, como si Dios no existiera.
El Santo Padre instituyó la fiesta de Cristo Rey para que fuera una declaración pública, social y oficial de los derechos reales de Jesús, como Dios el Creador, como el Verbo Encarnado y como Redentor. Esta fiesta da a conocer y reconoce estos derechos de la manera más adecuada para el hombre y la sociedad mediante el acto de religión más sublime, la Santa Misa. De hecho, el fin del Santo Sacrificio es el reconocimiento del completo dominio de Dios sobre nosotros, y nuestra total y completa dependencia de Él.
El Santo Padre manifestó su deseo de que esta fiesta se celebrara hacia finales del año litúrgico, en el último domingo de octubre, como la consumación de todos los misterios mediante los cuales Jesús ha establecido sus poderes reales, y casi en la víspera de la fiesta de Todos los Santos, donde Él es “la corona de todos los santos”; "hasta que sea la corona de todos a los que en la tierra salva por la aplicación de los méritos de su Pasión en la Misa" (Secreta).
Dice el Catecismo del Concilio de Trento que “el fin de la Eucaristía es formar un solo cuerpo místico con todos los fieles,” y así, atraerlos a la adoración que Cristo, rey-adorador, como sacerdote y víctima, ejecutó de forma cruenta en la cruz y sigue haciéndolo, de forma incruenta, en el ara del altar de nuestras iglesias y en el altar dorado en el cielo, a Cristo, rey-adorado, como el Hijo de Dios, y a su Padre a quien ofrece estas almas.
Fuente: Dom Gaspar Lefebvre, OSB, 1945, adaptado y resumido.