¡Feliz fiesta de Pentecostés!

Fuente: FSSPX Actualidad

La fiesta de Pentecostés es la culminación de la Pascua, porque la misión del Espíritu Santo fue la confirmación y la finalización de la obra de Cristo.
 

Los textos siguientes tomados de homilías y conferencias de Monseñor Lefebvre nos muestran la influencia que tiene el Espíritu Santo en nuestra vida espiritual. Debemos conocerlo más para poder encendernos en la caridad divina que vino a santificar la Iglesia y nuestras almas en Pentecostés.

El gran desconocido

Una devoción muy importante que hemos de tener para crecer espiritualmente y para conseguir poner a Dios en nosotros en el lugar que le corresponde, es la devoción al Espíritu Santo. Algunos autores espirituales a veces llaman, con toda razón, al Espíritu Santo el gran desconocido. A muchos, el Espíritu Santo les parece casi superfluo e inútil. Conocen a Dios Padre, creador; a Dios Hijo, que se encarnó y que por eso está más cerca de nosotros, sobre todo al estar presente en la sagrada Eucaristía; pero en cambio el Espíritu Santo queda mal definido y no se ve muy bien cuál es su acción, estando como estamos creados y redimidos.

¿Qué más aún puede hacer el Espíritu Santo? Pues bien, en realidad todo se hace por medio de Él. El Padre y el Hijo no obran sin el Espíritu Santo. ¿Por qué? La razón es muy sencilla: Dios es caridad (1 Jn 4, 8), como nos dice San Juan en una de sus epístolas. Por lo tanto, Dios no puede obrar sino por medio de la caridad, que es su propia naturaleza y su propio ser. Esta caridad está precisamente personalizada por el Espíritu Santo. La propia persona del Espíritu Santo es la caridad del Padre al Hijo, y del Hijo al Padre. Por lo tanto, ninguno de los dos puede hacer cosa alguna sino a través de su amor, o sea, a través del Espíritu Santo.

Los Apóstoles iluminados por el Espíritu Santo

Los Apóstoles se habían reunido en el Cenáculo para esperar la venida del Espíritu Santo. El Cielo había desaparecido de sus ojos y casi de su corazón, y precisamente era el Cielo lo que nuestro Señor quería darles por medio del Espíritu Santo.

Los Apóstoles quedaron llenos del Espíritu de Jesús en el momento de Pentecostés. El Cielo se apoderó de sus almas y de su corazón, y nunca más se separaron de este Espíritu Santo ni de Jesús.

Entendieron qué es el Cielo con relación a la tierra, qué es el espíritu con relación a la carne, y qué son los bienes eternos comparados con las cosas temporales.

En aquel momento fue cuando creyeron en la divinidad de nuestro Señor Jesucristo y en sus atributos, o sea, que es rey, sacerdote y juez. A partir de entonces, ya no hubo en ellos duda ni vacilación alguna. Quedaron realmente llenos del Espíritu de nuestro Señor Jesucristo. Y este Espíritu que nuestro Señor Jesucristo les había prometido es el Espíritu de Verdad:

Yo os enviaré mi Espíritu. (…) Él me glorificará, porque recibirá de lo mío. Todo lo que tiene el Padre me pertenece; todo lo que el Espíritu Santo os dará, vendrá de Mí (Jn 16, 7 y 14-15).

Esto es lo que les dijo nuestro Señor.

Entonces comprenderéis por qué he venido a este mundo.

El Espíritu Santo en la vida cristiana

No contristar al Espíritu Santo

Por desgracia, hay personas que pecan contra el Espíritu. Tal es el caso en los Hechos de los Apóstoles de Ananías y Safira, que mintieron a nuestro Señor al engañar a los Apóstoles sobre el precio del campo que habían vendido.

Ananías, ¿por qué se ha apoderado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar al Espíritu Santo –le dijo San Pedro–, reteniendo una parte del precio del campo? (...) Al oír Ananías estas palabras, cayó y expiró (Hech 5, 3 y 5).

Y tres horas después vino su mujer Safira.

Pedro le dirigió la palabra: – Dime si habéis vendido en tanto el campo. – Sí, en tanto –dijo ella. -Y Pedro a ella:
–¿Por qué os habéis concertado en tentar al Espíritu Santo? (Hech 5, 8-9).

Estas palabras muestran claramente que el pecado va contra el Espíritu, o sea, que contrista al Espíritu Santo. Es principalmente el caso del pecado mortal, que provoca la ruptura con Dios, pero también es el caso del pecado venial. Todo lo que sea una desobediencia voluntaria a Dios, incluso en las cosas pequeñas, se opone a la acción del Espíritu Santo en nosotros.

El Padre Froget, en la conclusión de su libro sobre el Espíritu Santo, dice lo siguiente:

¡Cuántos cristianos que poseen habitualmente la gracia y las energías divinas que la acompañan, permanecen, no obstante, tan débiles y flojos en el servicio de Dios, tan poco celosos por su perfección, tan inclinados a la tierra, tan olvidados de las cosas del cielo y tan fáciles de arrastrarse al mal! Por eso nos exhorta el Apóstol a no contristar al Espíritu Santo (Efe 4, 30) con nuestra infidelidad a la gracia y, sobre todo, a no apagarlo en nuestros corazones (1 Tes 5, 19).

Hay una causa que termina explicando por qué una semilla tan abundante de gracia muchas veces no produce sino una cosecha raquítica. Es que, conociendo sólo muy imperfectamente el tesoro que poseen, muchas personas sólo le tienen una débil estima y hacen poco esfuerzo por hacerlo fructificar. Con todo, ¡qué fuerza, qué generosidad, qué respeto de sí mismos, qué vigilancia, y también qué consuelo y qué alegría no les inspiraría este pensamiento constantemente considerado y piadosamente meditado: ¡El Espíritu Santo habita en mi corazón! Ahí está, como poderoso protector, siempre dispuesto a defenderme contra mis enemigos, a sostenerme en mis combates y a asegurarme la victoria. Como amigo fiel, está siempre dispuesto a darme una audiencia y, «lejos de ser una fuente de amargura y de molestia, su conversación da alegría y gozo» (Sab 8, 16). Ahí está como testigo siempre atento a mis esfuerzos y a mis sacrificios, contando cada uno de mis pasos para recompensarlos un día, siguiendo todos mis movimientos, no olvidando nada de lo que hago por su amor y su gloria.

¡Qué palabras tan hermosas y tan alentadoras!

Abrirse a la acción del Espíritu Santo

Bajo la influencia del Espíritu Santo, hemos de tratar de obrar sobrenaturalmente sin dejarnos arrastrar por impulsos naturales, mortificando nuestros primeros movimientos, pues, como dice el Padre Garrigou-Lagrange, si no se refrenan las actividades naturales, no tardarán en tomar la delantera en toda la vida de la gracia.

Existen tres grados en la actividad natural:

El primero consiste en un ardor natural que hace que ciertas personas no puedan emprender casi nada sino de modo impetuoso. Tal disposición no procede de ningún modo de la gracia y lleva a la persona a la turbación, la incoherencia y la oscuridad.

El segundo grado de actividad natural es menos tosco y peligroso. Se le llama precipitación natural. Lo encontramos en las personas que tienen una conciencia más delicada, pero que no suelen escuchar al Espíritu Santo en el secreto de su corazón. Su voluntad propia se desliza en la acción y se anticipa al movimiento de la gracia. En cierto modo, se dejan fascinar por un fin próximo, perdiendo de vista la relación de ese fin próximo con el fin último, a saber, la gloria de Dios y la salvación de las almas. No rezan lo bastante y olvidan que es imposible alcanzar el fin supremo sin el concurso del Espíritu Santo. Muchas almas que aspiran a la perfección se ven sujetas a este defecto, sin comprender el gran obstáculo que supone para la operación del Espíritu Santo.

El tercer grado es un movimiento natural mucho más sutil y difícil de reconocer que los dos precedentes. Lo encontramos en personas que tienen pasiones muy moderadas, una intención muy pura y que consultan al Señor en la oración para asuntos de cierta importancia, pero que no esperan bastante el movimiento de la gracia para llevar a cabo las cosas. Olvidan que el Espíritu Santo es el dueño del tiempo.

Cuando, por ejemplo, Jesús anunció su dolorosa pasión a sus discípulos,

Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle, diciendo: «Señor, no permita Dios que esto suceda». Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: «Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres» (Mt 16, 22-23).

Tenemos únicamente pensamientos humanos. Qué frecuente nos resulta esto, porque no tenemos suficientemente este contacto con el Espíritu Santo.

Rezar y amar al Espíritu Santo

Por eso hemos de tener el deseo de ser realmente movidos por el Espíritu Santo y, para ello, rezarle a menudo. Tal vez rezamos demasiado maquinalmente el Veni Sancte Spiritus al principio de todas nuestras acciones. ¡Ah, si pensáramos tan sólo en el contenido de esta hermosa oración: es tan profunda y alentadora! Luego rezamos también un Avemaría, pensando en que la Santísima Virgen, llena del Espíritu Santo, se vuelve nuestra intermediaria ante Él para guiarnos, ya que tenemos necesidad del Espíritu Santo en todas nuestras acciones; necesitamos sus luces y sus dones, y no podemos pasarnos de Él.

El Espíritu Santo en nosotros no es sino el Cielo en nuestros corazones; es el Paraíso empezado en nuestras almas. Si comprendiéramos bien qué es el Espíritu Santo y la gracia que Dios nos concede por medio suyo, desde el día de nuestro bautismo y por medio de todos los sacramentos que vamos recibiendo, particularmente por medio de la sagrada Comunión, entenderíamos que lo que estamos recibiendo es el Cielo.

¿Quién no amará a su vez al que tanto nos ha amado?. Siendo conscientes del amor que Dios nos ha manifestado mediante la Revelación que nos ha hecho, ¿cómo no devolver amor por amor? Si en Dios hay una Persona que debe realmente suscitar este amor en nosotros, es el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, alma del apostolado

El apóstol por excelencia

El Espíritu Santo es el apóstol por excelencia y por esencia. Esta gran verdad debe imprimir su carácter particular a nuestro apostolado. Carácter de humildad y confianza; carácter de disponibilidad de nosotros mismos y de todas nuestras facultades; carácter de paz y de serenidad en todas las vicisitudes, éxitos, fracasos, pruebas o consolaciones: Dad gracias a Dios por todo (1 Tes 5, 18).10  La constancia en la acción de gracias manifestará que el Espíritu de Dios está en nosotros.

La convicción y la clarividencia de esta verdad capital nos evitará un defecto que, desafortunadamente, hoy suele abundar demasiado: el comparar la obra de los enemigos de la Iglesia con la obra de la Iglesia o la del Espíritu Santo. Tales obras no se sitúan en el mismo plano y no emplean los mismos medios.

"El Espíritu Santo sopla donde quiere" (Jn 3, 8).11

No copiar a los adversarios de la Iglesia

El olvido de este principio –alma y fuente de nuestro apostolado– nos llevaría a copiar a los adversarios de la Iglesia y a emplear argucias y medios puramente temporales, a poner nuestra confianza en una organización sistemática y racional, o a dedicarnos a la higiene o a las cosas sociales o económicas antes que poner las almas en contacto con la fuente divina de la que proceden todos los beneficios espirituales y materiales, eternos y temporales. El que está animado por el Espíritu Santo no puede desinteresarse por sus hermanos, pues su caridad lo impulsará a todas las obras espirituales y materiales de beneficiencia. Mientras que el que no esté animado por el Espíritu Santo se olvidará de buscar para sus hermanos la pertenencia al cuerpo místico, contentándose con buscarles algunos bienes materiales y olvidando tanto el orden como la medida que Dios quiere en el uso de tales bienes, de modo que su filantropía se volverá para mal de las personas a las que quiere consolar.

Es verdad que a menudo hay que pasar por los cuerpos para alcanzar las almas, en el sentido que el ejercicio de la caridad desinteresada conmueve los corazones más que la palabra. Pero hemos de procurar no quitarle a nuestra caridad lo que puede tener como invitación a la gracia de la salvación, faltando a la confianza en el Espíritu Santo, con un neutralismo o un laicismo que ahoga la gracia de Dios. Nuestro Señor curaba los cuerpos curando las almas, y provocaba la alabanza y la gloria de su Padre.

Sentirse orgulloso de su fe

Veamos algunas ideas del profesor Gilson en el capítulo de su libro Cristianismo y filosofía, capítulo titulado: La inteligencia al servicio de Cristo Rey:

Vivir como cristiano, sentir como cristiano y pensar como cristiano en una sociedad que ya no es cristiana (...) resulta algo difícil y apenas posible. De ahí que nos asalte incesantemente la tentación de disminuir o adaptar nuestra verdad, ya sea para disminuir la distancia que separa nuestra manera de pensar de la del mundo, o ya sea, y a veces con toda sinceridad, con la esperanza de volver el cristianismo más aceptable al mundo y favorecer su obra de salvación.

Son las tentaciones que vemos en el progresismo…

Aquí, ruego me disculpen, me veo obligado a desempeñar el papel ingrato del que denuncia los errores, no sólo ante sus adversarios, sino también ante sus amigos. Para disculparme cabe recordar que el que acusa de este modo a sus amigos se acusa primeramente a sí mismo; la vivacidad de sus críticas expresa sobre todo el sentimiento de la falta que ha cometido él mismo y de la que siempre se siente en peligro de volver a caer.
Creo que he de decir, en primer lugar, que una de las cosas más graves de las que hoy en día sufre el catolicismo, particularmente en Francia -Ah, creo que podría decir lo mismo de todos los países- es que los católicos ya no se sienten orgullosos de su fe. Esta falta de orgullo, por desgracia, no es incompatible con una cierta satisfacción por todo lo que hacen o dicen los católicos, ni con un optimismo de buen tono que dice más con un partido que con la Iglesia. Lo que lamento es que en lugar de decir con toda sencillez lo que nosotros le debemos a la Iglesia y a nuestra fe, y en lugar de mostrar lo que nos proporcionan y lo que no hubiéramos logrado sin ambas, creemos que es de buena política o de buena táctica, por el propio interés de la Iglesia, hacer como si, después de todo, no nos distinguiéramos en nada de los demás. ¿Cuál es el mayor elogio que pueden esperar muchos de nosotros? ¿El mayor que el mundo les puede dar? «Es católico, pero es una persona realmente buena; ni parece que fuera católico». ¿No es exactamente lo contrario lo que habría que desear? No católicos que lleven su fe como si fuera una escarapela en su sombrero, sino que vehiculen de tal modo el catolicismo en su vida y en su trabajo diario que el incrédulo llegue a preguntarse qué fuerza secreta anima esa obra o esa vida, y que, cuando la descubra, se diga: «Es una persona muy buena, y ahora se por qué: porque es católico».

Está muy bien dicho. Lo que Gilson decía ya hace bastantes años, se podría volver a decir ahora.

La religión católica, religión del Espíritu Santo

La religión cristiana es una religión del Espíritu Santo, la religión del amor y de la caridad. Es una religión que ha transformado al mundo. Antes reinaba el odio, el egoísmo, el orgullo y la búsqueda de los bienes de este mundo. Después de nuestro Señor, la ley de la caridad es la que impera en los corazones, y la gracia santificante es la que transforma los corazones y las almas. Entonces se vio cómo se desarrollaban cosas maravillosas en la cristiandad, como los conventos cubrieron toda la Europa cristiana. (…) Pues bien, hemos de pedir a Dios que nos mantenga en este espíritu de la cristiandad, o sea, en el espíritu del amor de nuestro Señor.

S.E.R. Mons. Marcel Lefebvre
Fragmentos tomados de su libro "La vida espiritual".