La espada del dolor en la mano de San José

Fuente: FSSPX Actualidad

“Levántate, toma al niño y a su madre y huye a Egipto, donde permanecerás, hasta que yo te avise. Porque Herodes va a buscar al niño para matarlo (Mt 2, 13)”. Este anuncio en medio de la noche, algunos meses después del nacimiento de Cristo, fue un terrible golpe para José.

Puso fin a la alegría de la Navidad y dio comienzo al cumplimiento de la profecía de Simeón sobre el niño y la madre: “Puesto está para la caída y levantamiento de muchos en Israel y para signo de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones (Lc 2, 34)”.

María, la víctima totalmente pura, no podía, no más que Cristo, sacrificarse a sí misma. El Padre que envió a su Hijo a la tierra para ser sacrificado, mandó a José a atravesar el corazón de María con este mensaje que dio inicio a una larga serie de dolores. San José sabía lo que hacía cuando despertó a María y a su hijo. Él ya podía ver el dolor en los ojos de ella y anticipar el dolor agudo de la espada que él iba a atravesar en su Inmaculado Corazón. No había nada más que hacer porque Dios lo había ordenado por medio de su ángel. El tiempo era crucial, porque los hombres de Herodes se pondrían en marcha al amanecer.

Las penas y dolores de un largo viaje abrieron paso a las dificultades de la vida y del trabajo en tierra extranjera. La espada que José clavó en el Corazón de María se convertía continuamente en su propia espada. La dificultad de mantener a su esposa y al niño era una lucha diaria para él. Los dolores que sufrían por las circunstancias, que pesaban sobre estas almas puras y altamente sensibles, lo afligían sin cesar. Sin embargo, sufría en compañía de Jesús y María, y sufría sus penas con ellos. Sabía a quién servía y que este servicio, aunque fuera en el mayor dolor, es alegría y paz.

Y lo mismo ocurre con nosotros. Como compañeros de Jesús y María, clavamos la espada del dolor en sus corazones, no por profecía, sino por nuestros pecados y negligencias. Y si fuésemos libres de ellas, tendríamos el gozo de compartir con Jesús y María las penas de la tierra con sus negaciones, pecados e indiferencia.

Imitando a San José, compartamos voluntariamente estos dolores en tres puntos: 1°) Muchos de nuestros sufrimientos provienen de la gente que nos rodea. No nos quejemos, sino que llevemos la carga de buena gana.

2°) Muchos de nuestros sufrimientos provienen de nuestros propios pecados y fallos. No se sorprendan, sino sopórtenlos, sabiendo que sólo con paciencia salvaremos nuestras almas.

3°) Los intereses y los sentimientos de Dios deben ser los nuestros. Y Dios quiere la salvación y la santificación de todos. Por lo tanto, reconozcamos los pecados del mundo en oraciones serias, para la salvación de las almas.

¡San José, testigo silencioso de los dolores de Jesús y María, ruega por nosotros! Clamemos pobres pecadores: ¡Ave María!