¡Ven, Espíritu Santo!
El vitral del Espíritu Santo en la Basílica de San Pedro
En esta víspera de la fiesta de Pentecostés finaliza la tradicional novena al Espíritu Santo para pedir una abundante efusión de sus dones. Una antigua Secuencia, magnífica alabanza al Espíritu Santo, nos habla sobre los efectos de su acción en las almas. Es recomendable rezarla para pedir la efusión de estos dones sobre toda la Iglesia.
Oh tú que procedes del Padre y del Hijo, divino Paráclito, por tu llama fecunda, ven y haz elocuente nuestra voz, y enciende nuestros corazones con tu fuego.
Amor del Padre y del Hijo, igual a ambos y semejante en esencia, lo llenas todo, le das vida a todo; en tu descanso guías las estrellas, regulas el movimiento de los cielos.
Luz deslumbrante y amada, disipas nuestra oscuridad interior; a los que son puros, los purificas aún más; tú eres quien quita el pecado y la corrosión que éste trae consigo.
Manifiestas la verdad, muestras el camino de la paz y el camino de la justicia; huyes de los corazones perversos, y llenas a los rectos con los tesoros de tu ciencia.
Si enseñas, nada queda oscuro; si estás presente en el alma, nada queda impuro en ella; le aportas alegría y gozo, y la conciencia que has purificado gusta finalmente de la felicidad.
Tu poder transforma los elementos; por ti los sacramentos obtienen su eficacia; obstruyes el poder del mal, repeles las trampas de nuestros enemigos.
A tu venida, nuestros corazones están en paz; a tu entrada se disipa la nube oscura; fuego sagrado, enciendes fuego en el corazón sin consumirlo, y tu visita lo libera de sus angustias.
Almas hasta ahora ignorantes, adormecidas e insensibles, tú las instruyes y las revives. Inspirándose en ti, la lengua exclama los acentos que tú le comunicas; la caridad que traes contigo dispone el corazón a todo bien.
Ayuda de los oprimidos, consuelo de los desdichados, refugio de los pobres, concédenos despreciar los objetos terrenales; conduce nuestro deseo de amar las cosas celestiales.
Tú consuelas y fortaleces los corazones humildes; vives en ellos y los amas; expulsa todo mal, borra toda inmundicia, restaura la armonía entre los que están divididos y danos tu ayuda.
Una vez visitaste a los tímidos discípulos: por ti fueron instruidos y fortalecidos; dígnate visitarnos también a nosotros y derrama tu consuelo sobre nosotros y sobre el pueblo fiel.
Igual es la majestad de las personas divinas, igual es su poder; común a los tres es la divinidad; tú procedes de los dos primeros, semejante a ambos, y no hay en ti nada inferior.
Tan grande como es el Padre mismo, que tus humildes servidores rindan a este Dios-Padre, al Hijo redentor y a ti mismo la alabanza que les corresponde.
Amén.
Fuente: Dom Guéranger, l’Année liturgique – FSSPX.Actualités
Imagen: Flickr / Jean-Louis Maziere (CC BY-NC-SA 2.0 Deed)