La santidad de la Iglesia (1): el dogma

Fuente: FSSPX Actualidad

La Iglesia, sostenida por los cuatro evangelistas, recoge la Preciosa Sangre de Cristo, fuente de toda santidad

Cuando recitamos el Credo, profesamos nuestra fe en la Iglesia "una, santa, católica y apostólica". Por lo tanto, afirmamos que Dios nos ha revelado que la sociedad que fundó tiene estas cuatro características. Pero, ¿cuál es esta "santidad" que pertenece a la Iglesia católica? ¿Pertenece exclusivamente a ella, o es una "nota" que la diferencia de cualquier otra sociedad religiosa? Intentaremos entender mejor este concepto en una serie de artículos.

El concepto de "santidad"

Según la etimología de San Isidoro, retomada por el mismo Santo Tomás, sanctum equivale a sanguine tinctum, es decir, "teñido de sangre": la idea veterotestamentaria de la purificación por la sangre de las víctimas, que, según la carta a los Hebreos, prefigura el cruento sacrificio del Señor Jesucristo, resume los dos conceptos de pureza (obtenida por la aspersión de la sangre) y la consagración estable que de ella se deriva.

La pureza se entiende aquí como el aislamiento de las cosas terrenas, la preservación de lo profano; y la estabilidad en el sentido de lo santificado (sanctum), confirmado por la eterna e inmutable ley divina.

Si bien la etimología nos da preciosas indicaciones, según la revelación cristiana, la santidad debe ser entendida como la perfección de la caridad: el amor de Dios por sobre todas las cosas, infundido en el alma, ordena toda la vida moral del hombre hasta su fin último.

La caridad misma, que procede del sacrificio de la Cruz, purifica el alma del amor a las cosas del mundo y estabiliza la unión con Dios, ya desde esta vida, como un habitus del alma (cualidad presente en el alma) que persiste, incluso en la imposibilidad terrenal de continuos actos de amor.

El que tiene caridad es, por tanto, sanctus también en el sentido etimológico: entregar el corazón a Dios de manera estable, purificado de todo lo que es contrario a su amor (santidad común), o incluso dejar voluntariamente todo lo que no es estrictamente necesario para la vida presente (santidad heroica).

La santidad de la Iglesia como verdad revelada de la fe

Si se comprende este concepto de santidad, será fácil aplicarlo a la Iglesia. Como artículo de fe, que rezamos en el Credo apostólico y en el Credo Niceno-Constantinopolitano, debemos creer que la Iglesia es esencialmente santa. El Magisterio lo ha repetido muchas veces contra los herejes.

En la carta a los Efesios (V, 36-38), se dice explícitamente que Cristo amó a la Iglesia, su Esposa, y se entregó a sí mismo para santificarla y hacerla gloriosa, sin mancha, santa e inmaculada. Podemos ver aquí claramente cómo el artículo del Credo se apoya en la revelación divina, así como en la enseñanza unánime de los Padres, testigos de la Tradición.

El mismo Espíritu Santo es como el alma de este Cuerpo Místico de Cristo, y por tanto toda acción de la Iglesia como tal es una acción divina, santa por definición: por tanto, son santos los sacramentos que la Iglesia administra, dispensadores de los frutos del Sacrificio de Cristo y vivificados por la Tercera Persona de la Trinidad.

Igualmente santos son los principios y las doctrinas de la Iglesia, que (como veremos más adelante) son capaces de santificar a quienes los siguen y los observan, y se vuelven capaces de ello precisamente por los sacramentos y los medios que la Iglesia pone a su disposición. 

Metafóricamente, la Iglesia es una sociedad, un orden entero (de relaciones), al que pertenece la santidad en cuanto que es su principio, la causa de edificación (causa eficiente) en sus miembros (por los sacramentos y la doctrina); y en la medida en que tiene la santidad como su objetivo, su fin (causa final). La Iglesia es una comunión de santos, precisamente por su fin y por los miembros que ya han alcanzado ese fin.

La santidad de los miembros de la Iglesia

Esto no quita que la Iglesia se componga, en esta tierra, de santos (tanto en el sentido de personas en estado de gracia como de personas que viven heroicamente las virtudes) y de pecadores: esto es lo que Jesucristo quiso permitir, enseñándolo explícitamente en las parábolas de la cizaña y el trigo, o de la red que recoge toda clase de peces. En su elección de Judas entre sus apóstoles, también manifestó esta verdad.

La Iglesia romana definió este hecho revelado como una verdad de fe, contra Jan Hus o contra los jansenistas, que sostenían que la Iglesia estaba compuesta solo por los justos o los predestinados, lo que efectivamente la hacía incognoscible (porque es imposible que el hombre determine quién es justo o predestinado).

La santidad como "exclusiva" de la Iglesia

Si la fe nos enseña que no hay salvación sin la Iglesia de Jesucristo, también debemos admitir que no hay santidad posible sin la Iglesia de Jesucristo. Se trata sobre todo de una verdad de fe, y como tal la tomamos en consideración.

La gracia, incluso la gracia actual, es dada ordinariamente solo a través de la Iglesia y sus sacramentos. Ahora bien, para permanecer habitualmente en estado de gracia (santidad "ordinaria"), y más aún para seguir los consejos evangélicos o practicar heroicamente las virtudes, hay que estar habitualmente inserto en los canales de la gracia, y por tanto ser miembro de la Iglesia.

Fuera de la Iglesia, aunque podamos recibir gracias actuales, o la práctica de ciertas virtudes naturales –a veces incluso de manera eminente– no es posible alcanzar el equilibrio de todas las virtudes. Además, fuera de la Iglesia y de la gracia, no se pueden obtener las virtudes teologales.

Los raros casos de bautizados fuera de la Iglesia romana que, siendo de buena fe, reciben fructíferamente los sacramentos de cismáticos o herejes, santificándose de este modo, deben estar apegados a la santidad católica y romana, así como a todos sus efectos.

En este sentido habla Pío XII en Mystici corporis, dirigiéndose afectuosamente a cuantos, aunque no sean miembros de la Iglesia, "por un deseo y voluntad inconscientes" se encuentran ordenados al Cuerpo Místico del Redentor. Si no están excluidos de la salvación, corren, sin embargo, gran peligro de perderse, porque están privados de los medios de santidad que solo pueden disfrutar los miembros de la Iglesia romana.

Significa también que, dado que solo la Iglesia tiene la capacidad de santificar, ninguna verdadera experiencia mística o contacto real con Dios será posible sin la Iglesia. El "misticismo" de los gnósticos, de los sufíes, de los obstinados cismáticos "ortodoxos", de las religiones orientales, del paganismo panteísta tan querido por el Papa Francisco, nunca podrá ser santidad genuina.

Es por tanto un engaño diabólico o una ilusión humana. Nadie tiene al Padre sin el Hijo, y el Hijo no puede ser conocido y amado sin amar a su Esposa, la Iglesia romana.