La santidad de la Iglesia (2): la nota apologética

Fuente: FSSPX Actualidad

Apertura del Concilio Vaticano I

Después de haber considerado la santidad en sí misma, es necesario considerarla como una de las notas de la Iglesia. El término nota remite a la filosofía: significa que una realidad puede reconocerse como tal gracias a los elementos que contiene y que solo ella contiene. La presencia de esta nota demuestra que estamos frente a la realidad que designa.

La apologética es una rama de la teología cuyo objetivo es permitir que una persona de buena voluntad se acerque a la fe católica, eliminando los obstáculos de las falsas objeciones, y mostrando la coherencia y la belleza de la Revelación traída por Cristo, y la necesidad de la Iglesia en el plan de la Redención.

Las notas de la Iglesia en la apologética

Según el Concilio Vaticano I, la verdadera Iglesia de Jesucristo es reconocible por cuatro "notas": debe ser una, santa, católica y apostólica.

Esto quiere decir que la santidad de la Iglesia (así como las otras tres notas), no es solo un dogma derivado de la Revelación, como vimos en el primer artículo de esta serie, sino que también debe ser reconocible por aquellos que no creen, para que puedan reconocer razonablemente como "creíble" la pretensión de la Iglesia romana de ser la Iglesia de Jesucristo.

Ahora bien, ¿cómo se puede reconocer la santidad, incluso si no se tiene fe? Ciertamente sería una petición de principio relacionarlo con lo que Jesucristo reveló. Por lo tanto, es necesario recurrir a las manifestaciones externas de esta santidad.

Estas últimas se sitúan a dos niveles: la santidad de los principios que enseña la institución y la santidad de sus miembros. También debe ser posible comprobar que estas características pertenecen exclusivamente a la institución que pretende ser la verdadera Iglesia.

La sacralidad de los principios

La verdadera religión debe poseer principios de conducta que, cuando se siguen, conducen al hombre no solo a una vida recta, sino también a una perfección moral que puede florecer en el heroísmo de las virtudes. Evidentemente no puede contener preceptos contrarios a la ley natural o a la recta razón.

Al excluir, por tanto, las religiones paganas o el islam, que a menudo contienen preceptos contrarios a la misma ley natural (por ejemplo, la poligamia), incluso las personas sin fe reconocen fácilmente la superioridad de los principios morales y espirituales contenidos en el Evangelio.

Nada en los preceptos cristianos, tal como los proclama la Iglesia, puede conducir a la violación de la ley natural; y todo lleva a la abnegación y al amor heroico del prójimo. 

Pero nos corresponde aquí señalar que estos principios de la moral cristiana conservan toda su fuerza solo en la Iglesia romana: el protestantismo ha llevado a la devalución de las obras, a absolutizar la conciencia, a ceder a las exigencias del siglo. En cuanto a los cismáticos orientales, desde hace siglos han renunciado a la indisolubilidad del matrimonio, y esto basta para demostrar que ni siquiera mantienen la ley natural.

El modernismo que socava los principios de perfección del cristianismo transmitidos en la Iglesia romana debe verse como lo que es: un alejamiento de la auténtica doctrina católica, que permanece resplandeciente en la enseñanza tradicional de los Pontífices del pasado. Esta es la doctrina a la que nos referimos y que sigue siendo la prueba de la santidad de la Iglesia.

El Papa Pío IX

La santidad de los miembros

Hemos visto que, de acuerdo con el Evangelio, la Iglesia romana nunca pretendió estar compuesta únicamente de santos, sino que afirma que aquellos que siguen sus enseñanzas pueden convertirse en santos.

Esta santidad se puede entender de tres maneras:

– la santidad común: por la observancia de los mandamientos y la disciplina de la Iglesia, con la ayuda de los sacramentos y de la instrucción católica, muchos hombres han podido y pueden vivir dignamente, sin caídas graves o al menos encontrando los medios para levantarse, manteniendo un deseo sincero de una vida honesta y virtuosa.

– una santidad más perfecta: la de aquellos que se comprometen a vivir los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, renunciando a los bienes materiales y a los placeres de los sentidos, e incluso a la propia voluntad. La Iglesia pone a disposición de quienes desean seguir el camino de la perfección muchas instituciones dotadas de reglas seguras para la prosecución de tan elevado ideal.

El ascetismo católico, a diferencia del ascetismo budista (por ejemplo), no apunta a la destrucción del individuo, sino a su realización y florecimiento a través de la virtud.

– la santidad heroica: el verdadero y propio heroísmo de las virtudes, en el equilibrio de las mismas, que excluye el orgullo y la temeridad, de las cuales el martirio es el ejemplo más notable, y que ha florecido siempre en la Iglesia romana, no solo es exclusivo de esta, sino también el fruto de los principios que le pertenecen solamente. Este es el mayor signo de su santidad de origen divino, y será el primer tema de esta serie de artículos.

La Iglesia romana, con su culto a los santos, promueve la difusión de estos elevados modelos, a los que primero somete a un escrutinio, único en su género. Dondequiera que se extiende la Iglesia, hay hombres y mujeres eminentes por sus virtudes, fácilmente reconocibles incluso por aquellos que no creen.

Con la presencia de una autoridad que vela por los dones y fenómenos sobrenaturales, así como por el celo y ejercicio de la virtud misma, la Iglesia romana dirige a los santos durante su vida misma y los preserva de enormes peligros, comenzando por el orgullo.

¿Existe la santidad fuera de la Iglesia romana?

Sin ir más lejos, y recordando que ya proporcionamos una respuesta teológica negativa en el artículo anterior, debemos examinar la pretensión de santidad de ciertos miembros de grupos cismáticos, especialmente orientales.

Ya se ha mencionado la imposibilidad de ser santo siguiendo religiones que niegan la racionalidad misma de la ley natural; esto excluye al mundo protestante, que niega la posibilidad misma de la santidad, y que, además, apenas ha producido grandes figuras religiosas.

El mundo "ortodoxo", por otro lado, canoniza a sus propios santos. Estamos hablando aquí de personajes para los que se reclama la santidad heroica, porque la santidad común tiene, en apologética, solo un valor indicativo más que demostrativo.

Partiendo del hecho de que las canonizaciones hechas por la jerarquía ortodoxa no tienen rigor, y que se basan más bien en la observación de milagros o en la incorrupción del cuerpo, los raros casos en que aparece una santidad heroica (especialmente en ciertos mártires) deben atribuirse a un efecto de los principios católicos de santidad que todavía existen en estos grupos, especialmente entre la gente sencilla o de buena fe.

En general, más que pertenecer a tales sectas, estas personas a lo sumo dan testimonio de la santidad de lo que han retenido de la doctrina de Cristo.

Se podría hacer un discurso análogo para las huellas de santidad encontradas en aquellos que asisten a la Nueva Misa o que siguen a un clero imbuido de principios modernistas: las huellas residuales de la doctrina católica son los únicos elementos todavía capaces de promover la santidad, y dan testimonio de su integridad.

En efecto, no conocemos santos que se hayan hecho santos por pensar que Cristo es solo el ejemplo de una experiencia religiosa comparable a muchas otras, ni por asumir el espíritu mundano que emana de la nueva liturgia, ni por luchar por el bien de la Madre Tierra. En verdad, parece impensable que este tipo de enfoque produzca poco más que filántropos o agitadores sociales.

La santidad heroica pertenece a otro orden.