La gracia de la buena muerte

Fuente: FSSPX Actualidad

El final del año litúrgico es la ocasión perfecta para que el cristiano, en el ánimo de la Iglesia, medite sobre sus últimos fines, y en particular sobre la preparación a una buena muerte. En un momento en que el final de la vida está confiscado y amenazado por la eutanasia, no está de más resaltar esta gracia tan especial llamada perseverancia final.

¿Podemos merecer la gracia de una buena muerte, o de la perseverancia final?

La perseverancia final o la buena muerte no es sino la continuación del estado de gracia hasta el momento de la muerte; o por lo menos, si uno se convierte en el último momento, es la conjunción del estado de gracia y de la muerte. En resumen, la buena muerte es la muerte en estado de gracia, la muerte de los elegidos.

Este estado de gracia en el momento de la muerte permite al hombre participar personalmente en la adquisición de su felicidad eterna; es porque ha perseverado hasta el final en la amistad con Dios que Dios, en virtud de esta amistad, lo introduce en las cortes eternas. El hombre entonces realmente merece su recompensa: "Siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, entra en el gozo de tu Señor".

Pero si la felicidad del Cielo se merece por la perseverancia en la amistad de Dios, ¿puede esta misma perseverancia merecerse, en el sentido propio de la palabra mérito, que implica un cierto derecho a obtener esta gracia? ¿Podemos merecer aquello mismo que nos permite merecer el Cielo?

Santo Tomás de Aquino responde con delicadeza: el principio del mérito no se puede merecer; porque una causa, ya sea física o moral, como el mérito, no puede causarse a sí misma. Por lo tanto, si la amistad con Dios en el momento de la muerte es lo que nos permite merecer el Cielo, no puede ser merecida propiamente hablando.

Comprendemos por qué el Segundo Concilio de Orange declaró que se trata de un don especial, y por qué el Concilio de Trento afirmó su perfecta gratuidad diciendo: "Este gran don solo puede obtenerse de Aquel que puede conservar en el bien al que está de pie, y que puede levantar al que ha caído". De eso se trata todo esto: ser preservado o restaurado en el estado de gracia en el momento de la muerte. Por tanto, es una gracia que no se puede merecer, y que realmente depende totalmente de Dios.

Lo que acabamos de ver, en cierto modo, es temible; lo que queda por decir es, por el contrario, muy consolador.

¿Cómo se puede obtener la gracia de la buena muerte?

Si bien el don de la perseverancia final no puede merecerse estrictamente hablando, porque no se puede merecer el principio del mérito, sí puede y debe obtenerse por la oración, dirigida no a la justicia de Dios, como el mérito, sino a su misericordia.

En efecto, la oración puede a veces obtener bienes por simple petición, sin merecerlos. Por ejemplo, un pecador que no está en estado de gracia puede, por una inspiración de Dios, pedir recuperar la gracia santificante, y ser escuchado: no puede entonces haber merecido esta gracia, ya que sin ella no hay mérito posible.

Lo mismo sucede con la gracia de la perseverancia final: no podemos merecerla propiamente; pero podemos obtenerla con la oración, para nosotros mismos e incluso para los demás. También podemos, y debemos, prepararnos para recibirla llevando una vida mejor: porque la mayoría de las veces morimos como hemos vivido.

Por eso Nuestro Señor nos enseñó a decir en el Pater: "No nos dejes caer en la tentación, más líbranos del mal". Y la Iglesia nos hace decir todos los días: “Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén".

Queda una pregunta sin respuesta: ¿podemos obtener infaliblemente a través de la oración esta gracia de la buena muerte?

La teología, apoyándose en la promesa de Nuestro Señor nos dice: "Pedid y se os dará", nos enseña que la oración hecha en determinadas condiciones nos obtiene infaliblemente los bienes necesarios para la salvación y, por consiguiente, la gracia última. Pero, ¿cuáles son estas condiciones de la oración infaliblemente eficaz? Santo Tomás nos dice que hay "cuatro condiciones: pedir para uno mismo los bienes necesarios para la salvación, con piedad y perseverancia".

En efecto, obtenemos más ciertamente lo que pedimos para nosotros mismos que lo que imploramos para un pecador, que tal vez se resiste a la gracia cuando oramos por él. Pero incluso al pedir por nosotros los bienes necesarios para la salvación, la oración es infaliblemente eficaz solo cuando se hace con piedad, humildad, confianza y perseverancia. Solo así expresa un deseo sincero, profundo e ininterrumpido de nuestro corazón.

Y aquí reaparece, junto con nuestra fragilidad, el misterio de la gracia: nos puede faltar la perseverancia en la oración, como en las obras meritorias. Y por eso el sacerdote dice en la Santa Misa antes de la Comunión: "No permitas, Señor, que nos separemos jamás de ti".

Abandonémonos, pues, con confianza y amor, a la misericordia infinita: es el medio más seguro para hacer que se incline sobre nosotros, ahora y en la misma hora de nuestra muerte.

En este abandono encontraremos la paz. Cuando el Salvador murió por nosotros, en su santa alma se unieron el sufrimiento más profundo, causado por nuestros pecados, y la paz más profunda. Asimismo, en toda muerte cristiana, como en la del buen ladrón, hay una unión muy íntima de santo temor, de estremecimiento ante la infinita Justicia, y al mismo tiempo de profunda paz, en la certeza, ofrecida por la esperanza, de que la misericordia de Dios nos abra sus brazos.

Entonces es la paz la que domina, como en la muerte de Nuestro Señor: "Consummatum est [...] Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".