Los sufrimientos padecidos por la Virgen María no son un castigo
Nuestros primeros padres, Adán y Eva, habían recibido de Dios, junto con la gracia santificante, dones muy especiales, llamados “preternaturales”. Esto significa que no pertenecen a la naturaleza humana y que no se le pueden atribuir, sino que fueron añadidos por Dios para embellecer y enriquecer a la primera pareja creada.
Uno de ellos fue el don de la impasibilidad. En efecto, el cuerpo humano es pasible, en el sentido sobre todo de que puede experimentar las necesidades ligadas a la condición humana, que es en parte material. Pero el término pasible también se usa para designar las pasiones, deseos o apetitos sensibles.
Nuestro Señor Jesucristo poseía estas dos formas de pasibilidad, porque era perfectamente hombre. Experimentó necesidades como hambre, sed y cansancio, tal y como se señala sobre su ayuno de cuarenta días en el desierto, así como todas las necesidades corporales de un hombre sano. También podía experimentar todos los sentimientos humanos.
Solo había una diferencia entre el hombre-Dios y el resto de los hombres: debido a la perfecta constitución de su naturaleza humana, sus sentimientos jamás podrían tener impulsos o proporciones que no estuvieran dominados por su voluntad. Por tanto, sus pasiones estaban perfectamente sujetas a su razón, por ello la teología les da un nombre particular: propasiones.
Resulta evidente que Nuestra Señora poseía la misma pasibilidad, tanto en lo relacionado a las necesidades como a los sentimientos y pasiones. Pero al igual que en su divino Hijo, sus pasiones jamás obstaculizaron el ejercicio de su razón, ni la impulsaban de ninguna manera: ella las dominaba perfectamente.
De lo anterior se desprende que la Santísima Virgen, al igual que su Hijo, podía sufrir, tanto en el cuerpo como en el alma. Ella misma lo afirma: "Cuando lo vieron, quedaron admirados. Y su madre le dijo: ‘Hijo mío, ¿por qué te has portado así con nosotros? ¿No ves que tu padre y yo te buscábamos llenos de angustia?’” Lucas 2, 48-50.
Nuestra Señora, por tanto, ignoraba ciertas cosas, y experimentaba angustia. Si Dios lo permitió, fue porque era conveniente para el cumplimiento del plan de la Redención. De este modo, pudo imitar perfectamente a su Hijo y participar de la satisfacción que Él ofreció a su Padre. Ella también dio un ejemplo de virtud. De ahí la devoción a la compasión de la Madre de Dios.
Existe una diferencia fundamental entre la Virgen, nuestra Madre, y nosotros
En efecto, nosotros sufrimos por dos razones. Primero, porque todo ser material puede deteriorarse y, en el caso de los vivos, pueden sufrir enfermedades o heridas. En este sentido, tanto Cristo como su Madre podían sufrir. El único ser absolutamente indefectible es Dios.
Pero nosotros debemos padecer las cruces de nuestra existencia también a causa del pecado que ha desordenado la naturaleza y ha merecido un castigo: es el mal de la pena. Esto sin mencionar que el pecado nos ha hecho perder los dones preternaturales. Por lo tanto, el desorden del pecado y el mal como castigo por el pecado son la causa de nuestros sufrimientos aquí en la tierra.
Pero como nunca hubo pecado en la Madre de Dios, no había razón por la que ella debiera ser afligida por el sufrimiento como consecuencia de un pecado, ni siquiera el pecado original.
En otras palabras, los sufrimientos de María no son en ella un castigo. Ella los acepta libremente en unión con su Hijo, para restaurar el honor de Dios y lograr la salvación de las almas.
No olvidemos agradecerle por esto a menudo y glorificar a Dios por las maravillas que realizó en la Madre de su Hijo Encarnado, que es también nuestra Madre.
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