2 de noviembre: Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos

Fuente: FSSPX Actualidad

"No queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con Jesús a los que durmieron en él" (1 Tes. 4, 13). Este era el deseo del Apóstol al escribir a los primeros cristianos; la Iglesia comparte este mismo deseo.

En efecto, la verdad sobre los difuntos no pone solo en admirable luz el acuerdo de la justicia y de la bondad en Dios: los corazones más duros no resisten a la misericordia caritativa que esa verdad infunde, a la vez que procura los más dulces consuelos al luto de los que lloran.

Si nos enseña la fe que hay un purgatorio, donde las faltas no expiadas pueden retener a los que nos fueron queridos, también es de fe que podemos ayudarlos, y es teológicamente cierto que su liberación más o menos pronta está en nuestras manos. Recordemos algunos principios que pueden ilustrar esta doctrina.

El fundamento teológico de las indulgencias

Todo pecado causa en el pecador doble estrago: mancha su alma y le hace merecedor del castigo. El pecado venial causa simplemente un desplacer a Dios y su expiación solo dura algún tiempo; mas el pecado mortal es una mancha que llega hasta deformar al culpable y hacerle objeto de abominación ante Dios; su sanción, por consiguiente, no puede consistir más que en el destierro eterno, a no ser que el hombre consiga en esta vida la revocación de la sentencia.

Pero, aun en este caso, borrándose la culpa mortal y quedando revocada por tanto la sentencia de condenación, el pecador convertido no se ve libre de toda deuda; aunque a veces puede ocurrir; como sucede comúnmente en el bautismo o en el martirio, que un desbordamiento extraordinario de la gracia sobre el hijo pródigo logre hacer desaparecer en el abismo del olvido divino hasta el último vestigio y las más diminutas reliquias del pecado, lo normal es que en esta vida o en la otra exija la justicia satisfacción por cualquier falta.

Todo acto sobrenatural de virtud, por contraposición al pecado, implica doble utilidad para el justo; con él merece el alma un nuevo grado de gracia y satisface por la pena debida a las faltas pasadas conforme a la justa equivalencia que según Dios corresponde al trabajo, a la privación, a la prueba aceptada, al padecimiento voluntario de uno de los miembros de su Hijo carísimo.

Ahora bien, como el mérito no se cede y es algo personal de quien lo adquiere, así, por lo contrario, la satisfacción, como valor de cambio, se presta a las transacciones espirituales; Dios tiene a bien aceptarla como pago parcial o saldo de cuenta a favor de otro, sea el receptor de este mundo o del otro, con la sola condición de que pertenezca por la gracia al cuerpo místico del Señor que es uno en la caridad. Es la consecuencia del misterio de la Comunión de los Santos, que en estos días se nos manifiesta.

La práctica de la Iglesia

Sabido es cómo secunda la Iglesia en este punto la buena voluntad de sus hijos. Por medio de la práctica de las Indulgencias, pone a disposición de su caridad el tesoro inagotable donde se juntan sucesivamente las satisfacciones abundantísimas de los Santos con las de los Mártires, y también con las de Nuestra Señora y con el cúmulo infinito debido a los padecimientos de Cristo.

Casi siempre ve bien y permite que la remisión de la pena, que ella directamente concede a los vivos, se aplique por modo de sufragio a los difuntos, los cuales ya no dependen de su jurisdicción. Quiere esto decir que cada uno de los fieles puede ofrecer por otro a Dios, que lo acepta, el sufragio o ayuda de sus propias satisfacciones, del modo que acabamos de ver. La indulgencia que se cede a los difuntos no pierde nada de la certeza o del valor que tendría para nosotros los que pertenecemos todavía a la Iglesia militante. Ahora bien, las Indulgencias se nos ofrecen en mil formas y en mil ocasiones.

Sepamos utilizar nuestros tesoros y practiquemos la misericordia con las pobres almas que padecen en el purgatorio. ¿Puede existir miseria más digna de compasión que la suya? Tan punzante es, que no hay desgracia en esta vida que se la pueda comparar. Y la sufren tan noblemente, que ninguna queja turba el silencio de "aquel río de fuego que en su curso imperceptible las arrastra poco a poco al océano del paraíso".

Para ellas, el cielo es inalcanzable; porque ya no pueden obtenerlo con sus méritos. Dios mismo, buenísimo pero también justísimo, se ha obligado a no concederlas su liberación si no pagan completamente la deuda que llevaron consigo al salir de este mundo de prueba. Es posible que esa deuda la contrajesen por nuestra culpa o con nuestra cooperación; y por eso se vuelven a nosotros, que continuamos soñando en placeres mientras ellas se abrasan, cuando tan fácil nos es abreviar sus tormentos.

Como si el purgatorio viese rebosar más que nunca sus cárceles con la afluencia de multitudes que allí lanza todos los días la mundanalidad del siglo presente y acaso debido también a la proximidad de la cuenta corriente final y universal que dará término al tiempo, al Espíritu Santo ya no le basta sostener el celo de las cofradías antiguas consagradas en la Iglesia al servicio de los difuntos; suscita la Iglesia nuevas asociaciones y hasta familias religiosas, cuyo fin exclusivo es promover por todos los medios la liberación o el alivio de las almas del purgatorio.

Las Misas del 2 de noviembre

Si los sufragios de un simple fiel tienen tanto valor, ¡cuánto más tendrán los de toda la Iglesia en la solemnidad de la oración pública y en la oblación del augusto Sacrificio en que Dios mismo satisface a Dios por todas las faltas! La Iglesia, desde su origen, siempre rezó por los difuntos.

Al seguir la Iglesia desde un principio el mismo proceso respecto a la memoria de los bienaventurados y la de las almas del purgatorio era de prever que la institución de la fiesta de Todos los Santos reclamaría muy pronto la actual Conmemoración de los fieles difuntos.

Según nos dice la Crónica de Sigeberto de Gemblaux, el abad de Cluny, San Odilón, la instituía en 998 en todos los monasterios que de él dependían, para celebrarla perpetuamente al día siguiente de Todos los Santos. El mundo aplaudió el decreto de San Odilón. Roma le hizo suyo y se convirtió en ley de toda la Iglesia latina.