Doctrina cristiana: el sacramento de la penitencia
El sacramento de la penitencia o confesión es un sacramento instituido por Nuestro Señor Jesucristo para reconciliar a los fieles con Dios, todas las veces que caigan en pecado después de su bautismo.
Jesucristo instituyó el sacramento de la penitencia el día de su Resurrección, cuando en el Cenáculo dio solemnemente a sus Apóstoles la facultad de perdonar los pecados, soplando en ellos y diciendo: “Recibid el Espíritu Santo; a los que perdonareis los pecados les serán perdonados, y a los que se los retuviereis les serán retenidos”. (Jn. 20, 22-23).
Este sacramento fue instituido como un juicio, donde el confesor es el juez, y el penitente es el acusado y el testigo al mismo tiempo. La materia del juicio está conformada por los pecados cometidos después del bautismo y confesados por el penitente.
El sacramento de la penitencia está conformado por varias partes. Del lado del penitente, son tres: la contrición, la confesión y la satisfacción. Del lado del ministro legítimo - el sacerdote con la potestad para escuchar confesiones - es la absolución. Las acciones del penitente son la materia del sacramento, las del ministro son la fórmula.
El examen de conciencia: el primer paso para una buena confesión
Para llevar a cabo un buen examen de conciencia, el penitente pedirá la ayuda de Dios:
Fuente eterna de luz, Espíritu Santo, disipa las tinieblas que me esconden la fealdad y la malicia del pecado. Hazme concebir un horror tan grande de él, oh Dios mío, que lo odie, si es posible, tanto como tú mismo lo odias, y que no tema nada tanto como cometerlo nuevamente en el futuro.
Posteriormente, recordará cuidadosamente los pecados que ha cometido con el pensamiento, palabra, obra u omisión contra los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, y contra su deber de estado. Mencionará las circunstancias que podrían convertir un pecado venial en uno mortal, el número de veces que estos pecados fueron cometidos, el daño causado, etc.
Si tiene dificultad para adentrarse en su interior, el penitente no debe dudar en buscar ayuda, ya sea utilizando un misal o libro de oraciones, o pidiendo ayuda al sacerdote, siempre recurriendo a Dios, y especialmente al Espíritu Santo, para que lo ayuden a ver sus faltas y negligencia más claramente.
La contrición de los pecados: un elemento esencial del sacramento de la confesión
El penitente se esforzará por sentir en su corazón una verdadera contrición por los pecados cometidos y un firme propósito de enmienda.
La contrición es un dolor intenso del alma y un odio por los pecados cometidos, con un firme propósito de no volver a pecar jamás, de enmendar las costumbres y de evitar todas las ocasiones de pecado.
Es realmente sobrenatural cuando es producida por la gracia y por motivos sobrenaturales a causa de la ofensa contra Dios, que es el Soberano Amable, digno de ser amado por sobre todas las cosas, pero también por la vergüenza del pecado o el temor al infierno y sus castigos.
Quien recibe a sabiendas el sacramento de la penitencia sin sentir ningún tipo de contrición no obtiene la remisión de sus pecados y comete un grave pecado de sacrilegio.
Quiera el cielo que nosotros, al igual que el Rey David, reconozcamos humildemente nuestras faltas, con un corazón contrito doblegado por el arrepentimiento, y de rodillas, pidiendo, si fuera necesario, la gracia de llorar por nuestros pecados.
La confesión de los pecados: el penitente se acusa a sí mismo delante de Dios
El penitente debe confesar sus pecados acusándose de ellos frente a un sacerdote legítimamente aprobado, con la intención de obtener el perdón de la absolución sacramental.
La confesión de los pecados fue instituida por Jesucristo. El rito ayuda al pecador a humillarse y a revelar sus malas acciones al sacerdote como frente a un juez misericordioso y un médico bueno y paciente. Recibe la satisfacción requerida por la justicia y el remedio apropiado para su condición.
Para que una confesión sea válida, debe ser completa, y el pecador no puede ocultar ningún pecado mortal. Debe acusarse fielmente ante el representante de Dios de todas las ofensas y errores que ha cometido contra Dios, su prójimo o él mismo. El hecho de ocultar deliberadamente un solo pecado mortal lo haría culpable de un grave pecado de sacrilegio.
El penitente obtiene todos los frutos posibles del sacramento de la penitencia si enlista humildemente sus faltas, haciéndolo de rodillas y en voz baja, breve y claramente, con modestia y sin hacer uso de palabras inútiles, sin buscar justificarse a sí mismo y sin exagerar ni aminorar sus faltas.
Esto es especialmente importante para aquellos que han adquirido malos hábitos, y que desean hacer un uso sagrado del sacramento de la penitencia después de haber practicado la religión conciliar durante años. La confesión no es una entrevista, un diálogo o una oportunidad para hablar sobre uno mismo. No es el lugar para expresar las consideraciones espirituales, hablar sobre las gracias recibidas o reflexionar sobre el significado de la propia existencia como si se estuviera con algún amigo cercano. La confesión es el momento donde se confiesan simplemente los pecados cometidos con un corazón contrito. No debe ser un monólogo extenso.
El penitente está ahí para poner su carga a los pies del sacerdote y someterse a su opinión, su consejo espiritual y su juicio como ministro de Dios. Si fuera necesario, puede pedir al sacerdote ayuda para hacer una buena y santa confesión.
La satisfacción por nuestros pecados
Para obtener el perdón de nuestros pecados, expiar nuestras faltas y reparar, hasta cierto grado, también debemos ofrecer satisfacción, es decir, cumplir la penitencia impuesta por el confesor. Esta penitencia, en virtud de los méritos infinitos de Jesucristo aplicados al alma penitente, tiene un poder especial para remitir el castigo temporal debido al pecado.
La satisfacción impuesta por el confesor sirve como remedio para la debilidad del pecador y protección para el futuro, también es útil como una compensación y castigo por los pecados pasados. Muestra el firme propósito del alma verdaderamente contrita que, después de confesar los pecados cometidos, tiene el deseo de enmendar su camino, de no volver a caer y de evitar todas las ocasiones de pecado utilizando los medios adecuados para practicar la virtud.
Estas son las tres partes o actos del penitente: contrición, confesión, satisfacción, los cuales manifiestan sus disposiciones y permiten que el sacerdote pueda perdonar sus pecados.
La absolución sacramental
La absolución es el acto por el cual el confesor, actuando en nombre de Jesucristo y en su lugar, remite los pecados al penitente arrepentido que ha confesado sus faltas. Si falta alguna de estas disposiciones, si el penitente, dice el Ritual Romano, se niega a renunciar a sus odios o enemistades, a restituir el objeto de un robo o a reparar el daño hecho, a enmendar su vida o alejarse de una ocasión de pecado, a detener un escándalo, etc., el sacerdote no puede darle la absolución.
El secreto de confesión
El sacerdote debe guardar inviolablemente el secreto de confesión. No puede revelar los pecados que ha escuchado, ni traicionar al pecador, bajo ninguna circunstancia. No puede hacer ningún uso de lo que ha escuchado en la confesión, independientemente de lo que se trate. La violación del secreto de confesión se castiga con las penas más graves.
La historia nos habla de un gran número de sacerdotes católicos que han preferido soportar los tormentos más terribles, e incluso la muerte, antes que traicionar este secreto. San Juan Nepomuceno murió como mátir por esta razón en 1383.
Los efectos del sacramento de la penitencia
En el penitente bien dispuesto, que ha confesado sus pecados mortales, el sacramento de la penitencia puede producir los efectos siguientes:
1. Remite la falta y la pena eterna y también, al menos en parte, la pena temporal debida por el pecado.
2. Devuelve la vida a los méritos del penitente, recuperando estos el valor que tenían anteriormente, antes de la caída, para la vida eterna.
3. Confiere una gracia especial para evitar el pecado en lo sucesivo.
Si el penitente sólo ha confesado pecados veniales, el sacramento tiene el efecto de aumentar la gracia santificante. Ayuda a evitar el pecado y remite, en cierto modo, la obligación de sufrir una pena temporal por los pecados cometidos.
En este sentido, debe recordarse que, después de la absolución sacramental y el cumplimiento de la penitencia impuesta por el confesor, la pena temporal debida por el pecado no se remite por completo.
El desorden introducido por el pecado no es tan fácilmente detectable. Sin duda alguna, en este sacramento Dios perdona la falta y remite la pena eterna merecida en razón de la ofensa infinita que se ha infligido. El carácter infinito de la ofensa se mide de acuerdo a la dignidad de la persona ofendida: es decir, Dios mismo.
Pero la remisión de la pena eterna no borra el castigo temporal, el cual debe ser expiado en esta vida - o en el Purgatorio - para reparar de algún modo los daños y las consecuencias de las faltas cometidas.
Por ejemplo, un niño que rompe el cristal de una ventana movido por la cólera, pedirá y obtendrá el perdón de su padre por su mala acción. Pero se tendrá que reparar la ventana, limpiar los cristales rotos y reemplazar el cristal. Así es el castigo temporal.
Sin embargo, esta pena temporal debida por el pecado puede ser redimida por otras satisfacciones voluntarias, y especialmente por las Indulgencias, una práctica muy santa de la Iglesia.
Las indulgencias
Por indulgencia se entiende la remisión frente a Dios de la pena temporal debida por los pecados ya perdonados; esta remisión es otorgada por la Iglesia, independientemente del sacramento de la penitencia.
La Iglesia remite la pena temporal debida por los pecados cometidos en virtud del poder de las llaves que le fueron confiadas por Jesucristo, su Divino fundador. La Iglesia aplica a los vivos, en forma de absolución, y a los muertos, en forma de sufragios, las satisfacciones infinitas de Jesucristo y las satisfacciones superabundantes de la Santísima Virgen y de todos los santos: todo esto constituye el tesoro espiritual de la Iglesia.
Existen dos tipos de indulgencia: la indulgencia plenaria, que remite toda la pena temporal debida por el pecado; y la indulgencia parcial, que sólo remite una parte.
El Soberano Pontífice, a quien Nuestro Señor confía el poder de dispensar todo el tesoro espiritual de la Iglesia, es quien puede otorgar y distribuir las indulgencias, así como todos aquellos a quienes el Soberano Pontífice haya concedido esta potestad.
Para ganar una indulgencia, hace falta estar bautizado y no estar excomulgado, tener la intención de ganarla llevando a cabo las acciones prescritas, estar en estado de gracia y no tener ningún tipo de apego al pecado, ni siquiera venial. Las indulgencias pueden ganarse para uno mismo o para las almas del Purgatorio.
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Fuente: Cardinal Gasparri, Catéchisme catholique – FSSPX.Actualités - 24/11/2018