La santidad de la Iglesia (4): la virtud de la fe-2

Fuente: FSSPX Actualidad

La virtud de la fe, por Santo Varni

Continuamos nuestra exposición sobre la manifestación de la santidad en la Iglesia romana a través de la virtud de la fe: ya hemos visto cómo se manifiesta en la obra de los santos Doctores que expusieron y transmitieron las doctrinas reveladas y rechazaron las herejías de la manera más admirable. 

Ahora veremos cómo se puede defender la fe con obras y cómo, si se vive interiormente, es el principio iluminador de las desiciones del cristiano.

Los santos y la defensa de la ortodoxia de la fe

La defensa de la verdadera profesión de fe no es solo a través del estudio que refuta intelectual y teológicamente la herejía, sino también a través de la acción que impide que la herejía se propague, ya sea a través de la predicación o de los medios que la ley divina y la ley natural asignan a la Verdad.

Esta es sobre todo la obra de los grandes santos que predicaron contra la herejía con resultados asombrosos: pensemos en San Francisco de Sales (+1622) que con su mansedumbre y su doctrina hizo volver a toda la población de Chablais a la fe romana.

Pero también es obra de los santos que combatieron la pravedad herética con los medios de la justicia, para preservar a los católicos del veneno del error: en efecto, es derecho exclusivo de la Verdad difundirse, mientras que difundir el error es un crimen. Tal propagación debe, en toda justicia, ser impedida o castigada en la medida de lo posible, y esto, por el bien de la integridad de la fe.

No faltan los santos que se destacaron en esta lucha: San Pedro Mártir, inquisidor dominico asesinado por herejes entre Como y Milán en 1252, que había profesado la fe católica contra los cátaros desde su niñez. Al morir, profesó ante ellos su fe en la unicidad de Dios escribiendo "Credo in unum Deum" en el suelo con su propia sangre.

El mismo San Pío V (+1572), antes de ser Papa, fue inquisidor y trabajó con sumo celo para impedir la difusión de la predicación de los herejes y sus libros, considerando como un mal intolerable la predicación libre de los errores contra la fe revelada, que engañan a los hombres.

El espíritu de fe

La fe, sin embargo, no es solo un conjunto de verdades acerca de Dios para ser preservadas y defendidas contra los errores especulativos; es también una luz que nos permite ver la verdadera realidad de las cosas, incluso de las que experimentamos a diario.

No estamos hablando aquí de la coherencia entre nuestro comportamiento y lo que creemos, sino de algo más profundo: si un hombre cree verdadera e íntimamente en las verdades invisibles, ya no podrá tomar sus decisiones únicamente basándose en lo que ve y conoce con sus sentidos.

Sin adentrarnos, por el momento, en el caso de los mártires, que prefirieron lo invisible precisamente porque lo creían aún más real que lo visible, gracias a su espíritu de fe, quisiéramos citar el ejemplo de los santos que no calculaban en términos humanos sino que juzgaban más allá de eso.

De este modo, las decisiones del santo parecerán al principio incomprensibles a los hombres: a muchos les parecerán temerarias, incluso una locura. En algunos casos, sin embargo, la rectitud de las decisiones de fe de los santos aparecerá no solo en el más allá o en el Día del Juicio, sino ya en esta vida o en la historia, constituyendo un argumento apologético.

Algunos grandes ejemplos del espíritu de fe

Ciertamente fue el espíritu de fe, y no solo la teología, lo que permitió a San Pío X ver no solo los errores de los modernistas, sino el extremo peligro que corría la Iglesia al tolerarlos o considerarlos como una corriente secundaria, cuando comenzaron a extenderse entre el clero.

Por eso, ni siquiera los hombres de sana doctrina comprendieron la severidad del santo Pontífice hacia los modernistas: no les faltaba fe sino el espíritu de fe.

San Clemente Hofbauer (1750-1820), hombre de origen modesto y sin medios económicos, abandonó el seminario de Viena donde se enseñaban los errores del josefinismo, perdiendo toda esperanza de ser sacerdote, y partió a Roma para reunirse con San Alfonso.

Para no verse obligado a escuchar estos errores, estuvo dispuesto a renunciar a su vocación, a pesar de todos los esfuerzos que había hecho para obtener ayuda a fin de poder ingresar al seminario. Sin embargo, este seminario era teóricamente católico, y él podría haber tolerado y guardado silencio con el objetivo de ser ordenado sacerdote: pero guardar silencio lo habría convertido en sospechoso de aceptar las ideas que la Iglesia condenaba.

El espíritu de fe lo llevó a una elección humanamente desesperada: pero no solo se convirtió en sacerdote, sino también en uno de los más ilustres miembros y oradores de su congregación.

El espíritu de fe es el principio de la prudencia sobrenatural y de la fuerza de los santos: siempre constituyó el aspecto esencial de las decisiones de Monseñor Marcel Lefebvre después del Concilio, cuando evaluó los medios para defender la doctrina de la Iglesia, no según consideraciones humanas, lo cual lo habría desalentado en el emprendimiento de sus acciones, sino por la forma en que percibía la voluntad de Dios que se revelaba lentamente ante él, leyendo los acontecimientos a la luz de la fe.

Un prelado que, en la crisis actual, se limitara a condenar los errores y atacar el modernismo, demostraría ciertamente que quiere defender la fe; pero si no sabe ni puede actuar concretamente, mostraría una falta de tal espíritu, y que su evaluación de los acontecimientos la hace en términos puramente humanos, quedando así su acción paralizada.

El signo de la santidad católica será, pues, no solo el conocimiento de la doctrina revelada, ni siquiera el hecho de defenderla con buenos argumentos, sino también y, sobre todo, lo que se debe de hacer según la luz de las verdades de la fe profundamente comprendidas y hechas propias por el santo, para luego emprenderlo. En esto se demuestra el aspecto más propiamente sobrenatural de esta virtud.