El Cardenal Pie explica el dogma de las indulgencias

Fuente: FSSPX Actualidad

El pecado conlleva dos consecuencias: la mancilla del alma, indigna de heredar el cielo, y la deuda contraída por esta alma con la justicia soberana de Dios; o, para emplear la terminología específica, el pecado conlleva culpa y castigo.

Cuando el pecador se arrepiente de su crimen, si confiesa su falta con dolor, la absolución del sacerdote mezcla, por así decirlo, las lágrimas del penitente con una gota de la sangre de Jesucristo, lo cual borra, destruye y aniquila instantáneamente la mancha del pecado, devolviendo al alma la vida y su belleza original, junto con su reserva de méritos previamente adquiridos, la capacidad de adquirir más méritos y los títulos y derechos del alma a la herencia eterna.

El poder del sacramento produce todas estas maravillas en cuestión de un instante. Pero aunque esta alma, por la sentencia del sacerdote, recupera la posesión de todos los tesoros y frutos de su primera herencia, no significa que queda libre de todas las deudas y obligaciones contraídas. Es, por así decirlo, como un rey que regresa a sus tierras y recupera su trono, pero a quien las desgracias del pasado han dejado marcado con cargas muy pesadas de las cuales es difícil deshacerse. Aunque el pecador reconciliado, ya no debe temer el castigo eterno gracias a la reconciliación, la justicia de Dios espera de él una amplia satisfacción, que será exigida en este mundo o en el otro. Es por esto que debemos reparar en esta vida, o sufrir la inevitable expiación después de la muerte.

Los Medios de Satisfacción

Existe en la Iglesia un rico tesoro de satisfacción sobreabundante. Todas las acciones, virtudes y sufrimientos de los hombres en estado de gracia, tienen dos propiedades y dos valores distintos: el mérito y la satisfacción.

El mérito siempre obtiene su propia recompensa mediante un aumento de la gloria en el cielo: cada uno cosechará hasta el último ápice lo que haya sembrado. Por el contrario, la satisfacción sólo es aprovechable hasta que el pecador haya pagado su deuda; una vez que su deuda personal ha sido eliminada, el valor satisfactorio restante de sus obras ya no le es útil. ¿Se perderá entonces? No, este valor se vuelve parte del tesoro común de la Iglesia, un tesoro inmenso e infinito: la santa teología nos enseña qué es lo que contiene.

Contiene, en primer lugar, la satisfacción sobreabundante del Hijo de Dios, 

quien, inocente, sabemos que se inmoló en el altar de la Cruz y derramó no una pequeña gota de sangre, que, sin embargo, debido a la unión con el Verbo, habría sido suficiente para la redención de toda la raza humana, sino que derramó toda su sangre copiosamente, como un arroyo que fluye, de modo que 'desde la planta de los pies hasta la cabeza no había en Él nada sano' (Is. 1-6). Qué gran tesoro adquirió el Padre a través de esto para la Iglesia militante, para que la misericordia de tan gran efusión no fuera inútil, vana ni superflua, deseando acumular tesoros para Sus hijos, para que así la Iglesia fuera un tesoro infinito para los hombres, para que quienes hagan uso de ella, se conviertan en amigos de Dios... Aunado a este tesoro, los méritos de la Santa Madre de Dios y de todos los elegidos, desde el primero hasta el último, proporcionan también su ayuda; nunca debería haber preocupación alguna respecto a la disminución de este tesoro debido a los méritos infinitos de Cristo (como se mencionó anteriormente), y porque mientras más almas sean llevadas a la justificación por la aplicación de estos méritos, más aumentarán. 

(Clemente VI, Bula Unigenitus Dei Filius, 27 de enero de1343) 

La unión de todos estos valores conforma el fondo común al que llamamos el tesoro de la Iglesia. Los bienes de una comunidad deben ser distribuidos a los individuos por la autoridad de aquel que preside sobre la comunidad. La cabeza de la comunidad cristiana es el Soberano Pontífice. Por lo tanto, es a él a quien corresponde aplicar los méritos satisfactorios según su disposición, y otorgarlos a quienes los necesiten, por razones prudentes, a través de las condiciones que él mismo establezca. A él corresponde, en su papel de tesorero de la Iglesia, satisfacer las deudas de sus hijos necesitados y arrepentidos, con las riquezas sobreabundantes de los otros miembros de la comunión de los santos; finalmente, es él quien debe aceptar y ratificar, en nombre de Dios y como Vicario de Jesucristo, esta absolución de las deudas mediante el intercambio y la sustitución.

Estos son los principios del catolicismo en este tema. Por lo tanto, que nadie tema un peligroso debilitamiento de la disciplina cristiana, pues la participación de estos beneficios de la Iglesia existe bajo la condición de recuperar el estado de gracia previamente mediante una buena confesión.

Que nadie tema tampoco que este tesoro de la Iglesia se agote algún día; pues no sólo es infinito por estar conformado por la sangre de Nuestro Señor Jesucristo, sino que es inagotable dado que está compuesto por la satisfacción sobreabundante de los santos, en vista de que todas las almas de los justos que se benefician de los frutos de las indulgencias adquieren un grado de perfección que rinde prontamente sus frutos para el tesoro de la Iglesia, el cual se mantiene de este modo, se renueva y, de hecho, crece al ser utilizado, en vez de disminuir o empobrecerse.