La santidad de la Iglesia (5): la virtud de la esperanza

Fuente: FSSPX Actualidad

La virtud de la esperanza

Segunda virtud teologal, la esperanza tiene por objeto a Dios: si la fe tiene por objeto a Dios tal como Él se revela, la esperanza lo alcanza con la confianza segura de la suprema bienaventuranza, y por medio de Él todos los medios necesarios para este fin supremo. La esperanza es una virtud cristiana por excelencia, a tal grado que San Pablo se refiere a los incrédulos como aquellos que "no tienen esperanza" (1 Tes 4, 1).

Si queremos considerar la esperanza en los santos, es necesario considerar los actos que proceden de esta virtud, y las manifestaciones sobrenaturales a las que conduce al hombre que la vive interiormente. Estos actos corresponden al objeto de la virtud: el deseo de Dios como única bienaventuranza del alma humana y la confianza en los medios que solo Él puede dar, despreciando todas las demás cosas que proceden del mundo y que no pueden ser ordenadas a la eterna salvación.

Una vida celestial

Los santos, imbuidos de la virtud de la esperanza, manifiestan ya en esta vida un amor por las cosas del cielo, una esperanza confiada de la felicidad eterna que ocupa sus mentes casi de forma permanente. San Felipe Neri no dejaba de repetir: "¡Paraíso, paraíso...!", casi como si fuera el pensamiento que lo ocupaba permanentemente.

Las realidades terrenas, los honores, se volvieron irrelevantes para él: a la propuesta de las dignidades eclesiásticas, solo pudo responder: "Prefiero el Paraíso", como si nada en la tierra pareciera digno de ser deseado frente a esta dicha. Y San Francisco de Asís estaba dispuesto a soportar cualquier dolor por esa recompensa eterna: "Tan grande es el bien que espero que todo dolor me es agradable".

La confianza en Dios y en los medios que Él provee

La esperanza se concreta en la vida de los santos por la certeza de que Dios les proporcionará todos los medios necesarios para la salvación eterna y para el cumplimiento de la misión que Dios les ha confiado como camino de salvación. 

Gracias a esta confianza, los mártires pudieron afrontar los tormentos, incluso cuando su naturaleza era débil. En el martirio de Santa Felicidad, leemos que la santa se quejaba de los dolores de parto, pues estaba embarazada, cuando ya estaba destinada a la tortura. Uno de los guardias se burlaba de ella: "Si te quejas ahora, ¿qué harás cuando te arrojemos a las bestias?"

La santa respondió con toda confianza, esperando la gracia del martirio: "Ahora soy yo quien sufre, entonces habrá otro en mí que sufrirá por mí, porque es por él por quien yo sufriré entonces". No había temor ni desesperación en tal respuesta, sino confianza en que el Padre Celestial no abandonaría a sus hijos.

También fue una gran esperanza la que llevó a Santa María Magdalena al arrepentimiento, porque vio que el Señor solo podía concederle el perdón de sus pecados; como la de Santa Teresita del Niño Jesús, que, a pesar de su inocencia, vio en Dios a un Padre que acompaña a sus hijos hacia la santidad, como si los llevara en sus brazos, como en un "ascensor", según su expresión.

Estas dos santas no veían en sí mismas, en sus propios méritos o deméritos, la razón o el obstáculo para la salvación, sino que se encomendaron a la omnipotencia divina.

La esperanza como motivo del celo misionero

En la Suma Teológica II-II pregunta 17 art. 3, Santo Tomás pregunta si la esperanza puede tener por objeto la salvación del prójimo, además de la nuestra. Responde que sí, en un sentido absoluto, la esperanza se refiere a la obtención de un bien muy difícil de alcanzar para uno mismo, en otro sentido, la unión que produce el amor hace posible esperar el bien tanto para los demás como para uno mismo.

Esta concepción profundamente cristiana impulsó a los santos misioneros y educadores a dedicarse a la salvación del prójimo, entendiendo que Dios los quería como intermediarios en la salvación de los demás.

No es necesario recordar aquí cómo los apóstoles y los grandes misioneros se entregaron a la salvación del prójimo, dejando tras de sí toda seguridad terrenal. El ejemplo sería demasiado fácil. Esperaban que Dios salvaría a aquellos a quienes amaban, a los que ya estaban unidos por el deseo de compartir el mismo bien eterno.

Si consideramos a los santos que han hecho grandes obras por su prójimo, sin depender de ninguna ayuda humana, encontramos el mismo concepto. La liturgia aplica a San Juan Bosco las palabras que San Pablo usa para Abraham: "Contra toda esperanza, él creyó en la esperanza, de modo que llegó a ser padre de muchas naciones".

Cuando el santo piamontés comprendió que él tenía que ser instrumento de salvación para sus jóvenes, no dudó ni por un momento que Dios le daría todos los medios para realizar su inmensa obra, aunque, en el plano humano, no tuviera ninguna "esperanza", medios ni poder.

No se trata de una simple "confianza en la Providencia", sino de una esperanza real, porque todos aquellos bienes (incluidos los bienes materiales) que el santo necesitaba eran considerados como medios para la salvación eterna, y formaban parte del objeto mismo de la virtud teologal.

Por eso, a él como a muchos otros, Dios les dio todo lo que necesitaban para su misión, que era la de santificarse a sí mismos y a los demás.

Esperanza y pobreza

La virtud de la esperanza, que pone toda su confianza en Dios, solo puede engendrar el espíritu de pobreza y de desapego de los bienes de este mundo, que se consideran superfluos, e incluso un verdadero obstáculo para la salvación, según las advertencias evangélicas.

No hay santo que no desprecie los bienes materiales, aun cuando haya hecho un uso legítimo de ellos (sobre todo en bien del prójimo). La preferencia evangélica por la pobreza se deriva precisamente de la imposibilidad de satisfacerse con bienes terrenos limitados cuando el objeto de nuestros deseos es la infinitud de Dios.

La pobreza voluntaria de los santos es el signo claro de quien confía en Dios también para su sustento diario, como dice el Evangelio: "Por eso os digo: No os preocupéis por lo que comeréis, beberéis, o por lo que vestiréis; ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?

"Mirad las aves del cielo: no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta" (Mt 6, 25-26). Porque son los gentiles los que buscan todas estas cosas, dice Jesús, es decir, los que no tienen esperanza.

Este fue el tipo de vida elegido por San Pablo el ermitaño, que durante toda su vida en el desierto un cuervo le llevaba media hogaza de pan al día, sin que tuviera que preocuparse por el día siguiente: y cuando San Antonio fue a visitarlo, el cuervo llevó una hogaza de pan entera. Así también vivían de la limosna San Francisco o San Alejo (que abandonaron las inmensas riquezas por una esperanza superior) y San Benito Labre, olvidándose por completo de sí mismos en la extrema pobreza.

Los santos no buscan para sí ningún bien terrenal, estando seguros de que todo lo que sea útil para su salvación les será provisto por Dios mismo, sin fiarse nunca del hombre.

En última instancia, la esperanza engendra la abnegación total y, por tanto, fortalece al santo en el poder mismo de Dios, convirtiéndolo en un signo creíble y evidente de ese Dios en el que cree.