La santidad de la Iglesia (6): la virtud de la caridad-1

Fuente: FSSPX Actualidad

San Francisco recibiendo los estigmas

Vimos en la introducción a esta serie de artículos que la perfección de la caridad constituye formalmente la santidad misma. Esto tiene lógica si se piensa que el amor de Dios sobre todas las cosas es la forma de todas las demás virtudes y la plenitud de la ley. Sin embargo, se debe considerar el ejercicio de los actos específicos de esta virtud en la vida de los santos, y no simplemente observar cómo constituye el alma de todos los actos virtuosos.

El Evangelio, repitiendo la ley antigua, afirma claramente que el mayor mandamiento es amar a Dios "con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas y con todo el espíritu" (Lc 10, 27). Tal amor excluye en primer lugar el pecado mortal, por el cual amamos algo más que a Dios, y realmente nos une a Dios por la voluntad.

Es una virtud infusa, teologal, por la que participamos del mismo amor con que Dios se ama a sí mismo, penetramos en el círculo de amor de la Trinidad, en la sociedad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Tal amor no puede más que extenderse a todos aquellos que son capaces de compartirlo, y no puede excluir a nadie: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". Este es el segundo mandamiento de la caridad, siempre que se entienda bien que la caridad sigue siendo una sola, que el Bien que tal amor quiere compartir es siempre el Bien mismo de Dios.

La caridad hacia Dios

Aunque la caridad es una sola virtud, como hemos visto, podemos distinguir entre los actos que se dirigen directamente a Dios y los actos que manifiestan este amor a Dios a través del bien que se hace al prójimo.

El Evangelio y la Escritura son claros cuando afirman que la única medida auténtica de nuestro amor a Dios es el amor al prójimo (1 Jn 4,20): hay, sin embargo, actos de caridad, interiores y exteriores, que el santo dirige directamente a Dios.

En el próximo artículo mostraremos cómo la autenticidad de la caridad de los santos hacia Dios se verificaba en su amor al prójimo, aquí trataremos de constatar cómo los santos realizaron actos concretos de amor hacia Dios, cualquiera que fuera su manifestación exterior. Porque, aunque el amor de Dios solo es real cuando se manifiesta hacia el prójimo, son necesarios, sin embargo, actos de amor interiores y exteriores dirigidos inmediatamente hacia Dios.

La caridad como amor de benevolencia hacia Dios

La caridad es ante todo un amor perfecto de benevolencia hacia Dios, teniendo como motivo la bondad de Dios; Dios es amado en sí mismo y no por sí mismo. Aunque el hombre busca en sus acciones su propia felicidad (que es Dios), la caridad perfecta tiene como fin último la bondad de Dios por sí misma. 

El amor de benevolencia se manifiesta en tres actos:

– Alegría por el bien del amado. En el Evangelio, el mismo Jesús dice a los Apóstoles: "Si me amaseis, os alegraríais, porque yo voy al Padre" (Jn 14,21). Los santos experimentaron alegría incluso en medio de las cruces más grandes, precisamente porque gozaban de la bondad de Dios, inalterable en sí misma.

Por eso sufrían las vicisitudes humanas sin dejarse abatir por ellas. San Francisco de Sales solía decir: "Me gozo más en tus infinitas perfecciones, Señor, como si fueran mías; me alegro, porque nada en el mundo puede eliminarlas ni disminuirlas" (Tratado del Amor de Dios, l. 5, c. 6).

– El deseo ardiente de que se propague el bien de Dios, promoviendo en todo la manifestación exterior de la gloria de Dios (pues la manifestación interior es suprema e inalterable). Este era el lema de San Benito "Ut in omnibus glorificetur Deus -Que Dios sea glorificado en todas las cosas"; y de San Ignacio de Loyola "Ad maiorem Dei gloriam - Para mayor gloria de Dios".

El desinterés personal, incluso el daño que los santos a menudo pueden haber experimentado personalmente en la búsqueda de la gloria de Dios, es una señal de este deseo.

– El celo, que manifiesta exteriormente el deseo interior. Este santo celo se manifiesta de dos maneras:

1) Combatiendo todo lo que impide la gloria de Dios, especialmente el pecado público y el escándalo. Fue santo celo el de obispos como San Carlos, deseoso de erradicar cualquier situación pública irregular en la vida de su rebaño: perseguía a las concubinas públicas con todos los medios a su disposición, sin tomar en cuenta los límites que el poder público quería imponerle, y creyendo que ante todo era necesario garantizar el honor divino.

2) Promoviendo positivamente el honor de Dios, por ejemplo, ocupándose con amor y diligencia del culto divino: los grandes santos regulaban el culto divino con sabiduría y respeto. Pensemos en el cuidado de San Benito por el Opus Dei (la Obra de Dios). 

Vienen a la mente las detalladas leyes de San Carlos Borromeo, que no quería que se dejara al azar ni un mínimo aspecto del culto, mostrando así un amor ilimitado por lo que está consagrado solo a Dios; asimismo, la atención dada por San Pío X a la dignidad del culto público.

Estos santos no dudaron en dedicar lo mejor de sus recursos, incluso materiales, al culto divino, imitando a Santa Magdalena, el gran ejemplo evangélico del amor a Cristo (cf. Jn 12, 1-8).

Otro signo de este celo es el tiempo que los santos dedicaban a la oración, un tiempo dado solo a Dios: San Patricio, apóstol de Irlanda, rezaba todos los días el salterio y los cánticos completos, así como cientos de otras oraciones y actos de adoración; dividía la noche en tres partes: en la primera, recitaba cien salmos, mientras hacía doscientas genuflexiones; en la segunda, los otros cincuenta salmos, mientras se sumergía en agua helada y con las manos elevadas hacia el cielo; solamente en la tercera, descansaba sobre una piedra.

La caridad hacia Dios como amor de amistad

La caridad es también un amor de amistad, es decir, recíproco, donde se intercambian bienes entre amigos. Dios hace participar a su amigo de su propia naturaleza. Si bien el hombre no puede dar nada a Dios directamente, porque no necesita nada, Dios quiso que el hombre pudiera pagar esta deuda a través de su prójimo, como veremos más adelante.

Los amigos de Dios por excelencia son los Apóstoles, a los que Jesucristo llama con este título en el Evangelio de San Juan (15,15). Entre los santos, esta amistad también se manifiesta por la familiaridad de la conversación que mantenían con Dios durante su vida.

Es bien conocido que la hermana de San Benito, Santa Escolástica, queriendo continuar una conversación con su hermano (mientras que este último, según la regla, quería volver a su monasterio), rogó al Señor que desatara tal tempestad que le fuera imposible salir.

Ante el reproche de su hermano, la santa respondió que ella le había suplicado que se quedara y no había recibido respuesta; pero que luego oró a su Señor, quien inmediatamente le respondió, demostrando así su familiaridad con el mismo Dios, que estaba más cerca de ella que su propio amado hermano.