La santidad de la Iglesia (9): la virtud de la justicia

Fuente: FSSPX Actualidad

El Juicio Final, de Rogier van der Weyden

En lenguaje bíblico, el término "justo" básicamente equivalente a "santo" en el sentido que lo entendemos hoy. La justicia, virtud que da a cada uno lo que le corresponde, es considerada la base de la santidad, el elemento esencial para el desarrollo de una relación con Dios. Si no se empieza por dar a cada uno lo que le corresponde, es imposible ir más allá y cumplir con el precepto de la caridad.

Trataremos de ver cómo los santos "dieron lo que correspondía" en diferentes ámbitos: a la comunidad, a los individuos, como responsables de los demás. Más adelante, también veremos las virtudes que comparten ciertas características de la justicia, como la religión o la piedad, y forman potencialmente parte de ella.

La justicia general

Como animal político, el hombre tiene ante todo deberes para con la sociedad de la que forma parte. Debe pagar su deuda con la Iglesia y con la sociedad temporal, según lo que le exigen las leyes: por eso, la justicia general se llama también justicia legal.

Todo santo, para serlo, es también un buen ciudadano o un buen súbdito (en la medida de lo posible y sin transgredir las leyes superiores) un buen príncipe o un buen soldado. Los mártires de la legión tebana o San Sebastián, soldados romanos, cumplían su deber de legionarios en todo lo que no era contrario a la ley divina.

Los santos soberanos cristianos, como San Luis IX, administraron sabiamente la justicia a sus súbditos, ocupándose de ellos personalmente. Los santos Papas y obispos elaboraron y aplicaron leyes canónicas basadas en el bien común y en la tradición de los Padres, dotándose de instrumentos para hacerlas efectivas. Podríamos decir que estos actos tenían como causa eficiente la prudencia gobernante y como causa final la justicia general.

La inflexibilidad de los santos respecto a lo que, en justicia, debería darse, no a ellos mismos sino a la Iglesia, llevó a muchos de ellos al martirio: por ejemplo, Santo Tomás Beckett, arzobispo de Canterbury, asesinado por el rey a causa de su deseo de devolver lo que era debido a la Iglesia, no por concesión del Estado, sino como un estricto derecho otorgado por Dios.

Un caso similar fue el de San Estanislao de Cracovia quien no dudó en resucitar a un muerto para que pudiera testificar ante el tribunal civil que la Iglesia había adquirido legítimamente una propiedad y que, por tanto, ya nadie podía apoderarse de ella. Él también fue martirizado por haberse mantenido firme.

La justicia conmutativa

Esta justicia, ya no general sino particular, concierne a las relaciones de un particular con otro particular: es la voluntad de dar a cada uno lo que le es estrictamente debido, como en la compra y venta. Para Santo Tomás, se trata de la justicia en el sentido más estricto.

El heroísmo de los santos consiste en no contentarse con esta justicia, según las palabras del Evangelio: "Si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos" (Mt. 5, 20). La santidad evangélica no se trata solo de evitar la injusticia, sino de erradicar sus causas, eliminando la voluntad de poseer o dilatar.

Así es como los santos observaban el Evangelio: no solo no reclamaban más de lo que les correspondía, sino que también renunciaban a ello. "Al que te hiera en la mejilla, preséntale también la otra; y al que te quita el manto, no le niegues la túnica. A cualquiera que te pida, dale; y al que tome lo que es tuyo, no pidas que te lo devuelva" (Lc 6, 27-30).

El santo practica la justicia en su forma más radical renunciando a exigir, recordando que Dios le ha perdonado sus deudas y que debe dar al prójimo un trato semejante al que recibió. Por eso está dispuesto a aceptar la injusticia: Santo Domingo Savio, siendo todavía un niño, aceptó una injusta reprensión a causa de una falsa acusación de sus compañeros. Esta humillación le permitió extirpar de sí mismo uno de los fermentos de la injusticia, el deseo de parecer mejor que los demás.

San Juan de Kenty fue asaltado por unos ladrones: no solo les dio todo lo que le pedían, sino que recordando que tenía unas monedas escondidas, persiguió a los ladrones para entregárselas. Los ladrones, edificados por su santidad, le devolvieron todo. El santo no solo no toma lo que pertenece a los demás, sino que, renunciando a lo que le pertenece a él mismo, destruye la concupiscencia de los bienes que es el origen de muchas injusticias.

La insistencia de los santos en combatir la usura, que exige al deudor más de lo que debe, es sintomática: una sociedad cristiana ciertamente debe velar para que se devuelva lo que se debe al acreedor, pero no puede permitir que este último exija más de lo debido. Esto sería negar el Padre Nuestro. Esta fue la gran batalla de los santos franciscanos, discípulos de San Bernardino y San Juan de Capistrano, del Beato Miguel Carcano, de Marc de Montegallo, de Bernardino de Feltre.

La justicia distributiva y vengativa

Esta parte de la virtud concierne a las personas en posiciones de autoridad, en la medida en que las impulsa a distribuir honores y cargos de acuerdo con los méritos de cada uno, y por lo tanto, no en igualdad absoluta (como en el caso de la justicia conmutativa), sin hacer ninguna distinción entre las personas. Se relaciona con ella la justicia vengativa, que paga los males con castigos justos.

Mientras el individuo puede y debe, como hemos visto, aceptar la injusticia, los que ejercen responsabilidades comunitarias no pueden hacerlo: en efecto, aceptar el mal o dejar de promover el bien equivaldría una falta hacia sus súbditos y al bien común, y provocaría celos y vendettas privadas.

Los grandes pontífices y obispos, por lo tanto, fueron extremadamente cuidadosos en promover a los que lo merecían y en castigar a los culpables. San Pío V se mantuvo firme contra las prácticas heréticas y combatió la desviación de elegir a familiares o miembros de familias poderosas para puestos de responsabilidad, sin tomar en cuenta sus méritos.

San Pío X mostró la misma firmeza con respecto al modernismo, eligiendo buenos colaboradores y castigando a los partidarios de la herejía.

San Carlos Borromeo eliminó de su diócesis a los indignos, sin consideración de la persona, en vista del bien común; al mismo tiempo, se rodeó de dignos clérigos, a los que no dudó en colocar en puestos de responsabilidad en la diócesis, a pesar de su origen o de su juventud.

De allí surgieron muchos obispos de la provincia eclesiástica milanesa que se distinguieron por su celo en la implementación de las reformas tridentinas.