La santidad de la Iglesia (12): la virtud de la fortaleza y ​​del martirio

Fuente: FSSPX Actualidad

El martirio de San Esteban

La fortaleza es una virtud cardinal que nos permite fortalecer el apetito irascible hasta el punto de perseguir un bien difícil, incluso ante los mayores peligros para el cuerpo. Nos permite así superar todos los miedos, incluido el de la muerte, para permanecer unidos a Dios. En los santos, y especialmente en los mártires, esta virtud va acompañada del don del Espíritu Santo.

El martirio cristiano como argumento apologético: su elemento formal

No se puede hablar de la fortaleza sin antes examinar la cuestión del martirio, que es la expresión más completa y evidente de esta virtud. El mártir no es simplemente el que muere por la fe o por un ideal, sino el que, en su victoria sobre el miedo a la muerte, manifiesta un poder divino sobrehumano, convirtiéndose así en testigo no solo de la fe, sino de la obra sobrenatural del Espíritu Santo en la Iglesia.

En este sentido, la presencia de auténticos mártires solo es posible en la verdadera Iglesia, aunque algunos hombres hayan muerto de diversas formas por fidelidad a falsas religiones o herejías. Por eso es necesario comprender aquello que distingue este supremo acto de virtud y don de fortaleza (solo posible con las fuerzas divinas) de la simple muerte para testimoniar un principio.

El mártir no muere por orgullo o para manifestar su superioridad, sino que permanece humilde, esperando la ayuda de Dios; no muere sin temor, como un insensible, sino sabiendo bien el valor de aquello a lo que renuncia y por amor a la verdadera vida; no muere sin tener conciencia del peligro, por insensatez o por imprudencia, sino luego de haber evaluado la situación y confiando en Dios.

El verdadero mártir muere, pues, en la armonía entre las diversas virtudes y en la victoria sobre las pasiones, y no por su ausencia. Sobre todo, muere por amor y no por odio, perdonando y no maldiciendo. 

El elemento material del martirio

En primer lugar, el martirio debe tener lugar para dar testimonio de la verdad de la fe revelada, o de alguna virtud íntimamente relacionada con ella: en efecto, preferir la virtud a la muerte puede ser una forma de profesar la fe mediante las obras. Cualquier acción que presuponga la fe puede ser causa de martirio.

Para que la virtud de la fortaleza se manifieste en su grado heroico, es necesario, pues, vencer el miedo más fuerte que existe, a saber, el miedo a la muerte. Una persona se convierte en mártir cuando se enfrenta a tormentos que, por sí mismos o accidentalmente, pueden conducir a la muerte. En raros casos (San Juan Apóstol o Santa Tecla), la Iglesia celebra como mártires a los santos que, habiendo aceptado la muerte, han sido librados de ella por una intervención divina, porque llevaron a cabo el acto heroico de la virtud y fue solo accidentalmente que la muerte no ocurrió.

La Iglesia honra a los santos como mártires aun cuando los tormentos no fueron fatales en sí mismos, pero la muerte fue la consecuencia. Es el caso de San Marcelo, Papa durante la etapa final de las persecuciones, que murió a consecuencia de los encarcelamientos y castigos que le infligieron, o de varios santos que murieron en el exilio.

Sin embargo, no se habla de martirio en el caso de los santos que ciertamente sufrieron tormentos por la fe, pero no mortales: la Iglesia quiere mostrar, en aquellos a los que honra con este título, el verdadero y visible ejercicio del grado heroico de la virtud, con la victoria manifiesta sobre el mayor temor innato al hombre.

Ejemplos de fortaleza heroica en los santos mártires

A la luz de lo anterior, ¿cómo reconocemos a los verdaderos mártires, que mueren en este equilibrio de la virtud, de los temerarios enaltecidos o los soberbios testarudos?

El signo más elevado del verdadero martirio se dará ante todo mediante la imitación de Cristo en el perdón de sus perseguidores. Esta manifestación de caridad será al mismo tiempo el signo más indiscutible del heroísmo de la fortaleza y ​​excluirá el orgullo.

Desde San Esteban, todos los mártires católicos han perdonado a sus perseguidores. En los albores del siglo XX, Santa María Goretti (1890-1902), en su lecho de muerte, hablando de su agresor, dijo a su madre: "Por el amor de Jesús, lo perdono; quiero que venga conmigo al Cielo".

En las respuestas de los mártires a sus perseguidores, vemos a menudo que no es el orgullo ni la inacción lo que habla, sino verdaderamente una fortaleza sobrehumana llena de amor y no de odio. San Gordiano, al tirano que lo amenazaba de muerte si no renunciaba a Jesucristo, respondió: "Tú me amenazas con la muerte, pero yo lamento no poder morir más de una vez por Jesucristo".

San Procopio, durante su tormento, dijo: "Pueden atormentarme tanto como quieran; pero sepan que para aquellos que aman a Jesucristo, no hay nada más hermoso que sufrir por Él". San Bernardo dice al respecto: "¿Estos santos hablaban así porque eran insensatos e insensibles al tormento?" "No, escribe el santo: Hoc non fecit stupor, sed amor, no es por insensatez, sino por amor".

También se puede constatar que el martirio cristiano lo sufrieron personas de todas las edades y condiciones, lo cual perjudicaba a los propios perseguidores, que se veían derrotados por niños, niñas u hombres decrépitos. Precisamente por eso se produjeron tantas conversiones.

A la edad de catorce años, San Vito fue primero atormentado con hierros candentes, y luego lacerado hasta sus entrañas. Su padre, que era pagano y lo había denunciado con la esperanza de que bajo amenaza de ejecución abandonaría la fe, lloró de dolor al ver perecer a su hijo; entonces el hijo le dijo: "No, padre mío, por esta muerte no pereceré, sino que iré a reinar en el cielo para siempre'".

En un caso como este, tenemos a un hombre adulto que no puede resistir la simple vista del sufrimiento que él mismo ocasionó, y a un chico que soporta con alegría el tormento, trastornando los planes humanos de una manera verdaderamente evangélica.

La perspectiva histórica y escatológica del martirio

El altísimo valor apologético del martirio, entendido en el sentido que hemos visto, ha sacudido al mundo pagano del sueño de la sensualidad y la idolatría. Según la expresión consagrada, la sangre de los mártires es semillero de cristianos.

Entre los muchos dones del Espíritu Santo, el martirio será siempre el más elevado, el signo más manifiesto de la victoria del Evangelio sobre el mundo y el que acompañará a la Iglesia a lo largo de la historia, incluso cuando hayan cesado los milagros y las profecías: este es, en efecto, el medio más claro de reconocer a los discípulos del único Maestro (Mt 10, 24-25; Jn 15, 18-21).

Incluso podríamos decir que, si es cierto que la persecución más terrible será la de los últimos tiempos, todo el sentido de la historia cristiana tiene como cumbre el martirio. El mismo Apocalipsis (6,9-11) nos dice que habrá un tiempo para el mundo hasta que se complete el número de los mártires.

Cuando el anticristo haya derramado la sangre de los dos últimos testigos (Apocalipsis 11), entonces el mundo de aquí abajo, que solo existe en función de los elegidos, ya no tendrá razón de existir, y volverá el Príncipe y Jefe de los mártires para hacerles justicia.