La santidad de la Iglesia (11): la piedad y la obediencia

Fuente: FSSPX Actualidad

Santa Juana de Arco en la coronación de Reims

Continuando con nuestro estudio de las virtudes relacionadas con la justicia, encontramos, después de la religión, la piedad y la obediencia. La piedad, como la religión, busca satisfacer una deuda real, aunque no puede hacerlo en condiciones de igualdad; la obediencia procede de la religión o de la piedad, disponiendo el alma para cumplir los preceptos de Dios o de los superiores, permitiendo al hombre renunciar fácilmente a su propia voluntad.

La virtud de la piedad

La piedad, entendida aquí como una virtud específica, impulsa al hombre a honrar a sus padres y a su patria, es decir, a quienes debemos la vida, algo que no podemos devolver de manera equitativa. A Dios, principio primero de nuestra existencia, debemos el culto de la religión; a los padres, principio secundario de nuestro nacimiento, debemos la piedad.

Aunque en algunos casos los santos tuvieron que ir más allá de los mandatos de sus padres para someterse a Dios, y amaron a Dios más que a sus propios padres, como manda el Evangelio, no faltaron en sus vidas nobles ejemplos de amor y devoción a sus padres.

Conocemos el tierno afecto que Santa Teresa del Niño Jesús manifestaba a sus padres, incluso en momentos de gran prueba y sufrimiento, como la muerte temprana de su madre y la enfermedad de su padre, que condujo a un largo período de enfermedad.

Siglos antes, el joven San Pedro Damián, procedente de una familia muy pobre, encontró una moneda e inmediatamente pensó en utilizarla para celebrar una Misa por el alma de su difunto padre.

En cuanto a la piedad hacia la patria, que nos une a la continuidad de las generaciones del lugar donde nacimos, no faltan los ejemplos de santos en este ámbito. Muchas veces fueron la protección y salvación de sus ciudades o de sus naciones, sabiendo que la única patria verdadera es la patria celestial, porque el único Padre de quien todo procede es Dios.

Los antiguos Padres de la Iglesia fueron el refugio de los pueblos del Imperio en medio de las angustias y tribulaciones que su patria atravesaba en aquellos momentos: fue a ellos, y luego a los santos monjes, a quienes acudieron los pueblos atribulados por el fin del orden romano, y fueron precisamente los Padres y los monjes quienes recuperaron los vestigios, garantizando con su presencia la continuidad de una vida civilizada.

Santa Catalina de Siena siempre promovió el bien de Italia, que consideraba íntimamente ligado al bien general de la Iglesia, con el regreso del Papa a su sede después de décadas de residencia en Aviñón.

El ejemplo más emblemático es el de Santa Juana de Arco, que asoció su profunda experiencia mística a la lucha por el bien del reino de Francia, según las indicaciones que recibió del mismo Cielo, autor de todos los derechos. De esta forma, Francia consiguió escapar de la crisis iniciada por el rey Enrique VIII un siglo después, que hizo caer a Inglaterra en la herejía anglicana.

La observancia

Mención aparte merece la virtud de la observancia. Si la piedad nos impulsa a rendir culto y honrar nuestro linaje carnal, la observancia nos inclina a honrar a quienes han recibido de Dios el encargo de velar por el bien común, espiritual o temporal. Ellos también son la imagen de la paternidad de Dios en la tierra.

Asimismo, señala Santo Tomás, por esta virtud veneramos a los que nos exceden y son superiores a nosotros en la ciencia o en la virtud, aunque no nos gobiernen de hecho, pero no por falta de capacidades. Está vinculada con la virtud de la humildad.

Fueron los santos quienes establecieron las normas de la liturgia y de los ceremoniales que sabiamente regulan el honor debido a cada uno en los ritos sagrados, demostrando así precisamente el ejercicio de esta virtud. Sin remontarnos a la época de los Santos Padres, consideremos que uno de los principales y más activos redactores del Ceremonial Episcopal postridentino fue San Carlos Borromeo.

De los santos conocemos también la veneración por aquellos que ejercen algún tipo de autoridad en la Iglesia. Las palabras de San Francisco en su testamento sobre el honor debido a los sacerdotes son una prueba excepcional de humildad, pues dice que solo quería ver en ellos al Hijo de Dios y no sus pecados, y los consideraba como a sus señores, porque solo ellos pueden administrar el Cuerpo y la Sangre del Señor, único vínculo visible con Él en este mundo. También instó a honrar a los teólogos y médicos "como a quienes nos dan el espíritu y la vida".

En cuanto a la veneración de la Sede Romana y del Pontífice, haría falta escribir un libro entero para reunir las expresiones de absoluta devoción de los santos hacia el sucesor de San Pedro, incluso en los períodos más calamitosos. Basta mencionar a Santa Catalina de Siena quien, recordando firmemente al Papa sus deberes, le manifestó siempre su más completa reverencia.

O a San Juan Bosco, que siempre fue un celoso defensor del Papa. Cuando los revolucionarios, queriendo utilizar (específicamente) la figura de Pío IX con fines subversivos, se paseaban gritando "¡Viva Pío IX!", Don Bosco enseñó a sus muchachos a responder diciendo "¡Viva el Papa!"

Todos los santos practicaron la virtud de la observancia hacia sus superiores temporales o religiosos, como lo demuestra el conocido ejemplo de San Francisco Javier quien, ante la dureza de su misión en las Indias, escribía a su superior san Ignacio solo de rodillas.

La obediencia

Un arma esencial para vencer el amor propio y negarse a sí mismo es la virtud de la obediencia, que prepara el alma para ejecutar la voluntad de los demás, es decir, de aquellos que nos mandan. No es de extrañar que muchos santos se hayan consagrado voluntariamente a la obediencia, que es la parte más profunda de los votos de la religión y de los consejos evangélicos: en efecto, el amor propio es mucho más profundo en el hombre que el amor a las riquezas y los placeres.

La obediencia es verdaderamente una parte esencial de la santidad católica, y se manifiesta tanto más claramente cuanto más ordenada está la sociedad eclesiástica. En esto, ninguna secta cristiana puede igualar a la Iglesia romana.

En efecto, al someter los mismos carismas sobrenaturales al tamiz de la obediencia, y por tanto de la humildad, solo la Iglesia romana puede garantizar reconocer los verdaderos dones de Dios de las ilusiones diabólicas y del falso misticismo. 

Por obediencia a San Benito, San Mauro repitió el milagro de San Pedro y caminó sobre las aguas: en efecto, al recibir la orden del abad de salvar a su condiscípulo San Plácido que se estaba ahogando, el santo monje obedeció con tal prontitud que Dios le concedió un milagro tan grande.

Cabe señalar también que la obediencia de los santos nunca es ciega, sino que siempre mira hacia lo alto para obedecer finalmente solo a Dios, de quien los hombres de autoridad deben ser un reflejo. Muchos mártires despreciaron las órdenes de los reyes para obedecer a Dios y a la Iglesia, demostrando así que la voluntad superior merece ser obedecida cuando se ajusta al orden de las cosas querido por Dios, y no cuando es una manifestación de soberbia y rebeldía.