La santidad de la Iglesia (13): la fortaleza y ​​sus virtudes relacionadas

Fuente: FSSPX Actualidad

Basílica del Sagrado Corazón de Jesús en Roma

Después de haber hablado sobre el acto principal y más característico de la virtud de la fortaleza, a saber, el martirio, consideraremos ahora su ejercicio más "ordinario". La fortaleza es necesaria no solo ante el peligro de muerte, sino también en muchas circunstancias de la vida cotidiana a través de sus componentes: magnanimidad, magnificencia, paciencia y perseverancia.

La paciencia y la perseverancia

"Con vuestra paciencia, salvaréis vuestras almas" (Lc 21,19); "El que persevere hasta el fin, ese será salvo" (Mt 10,22). Así ilustra Nuestro Señor en el Evangelio la importancia de estas dos virtudes, necesarias para no dejarse vencer por la tristeza que proviene de la prolongación de un mal presente. En efecto, lo que caracteriza a la fortaleza no es solo el vigor para superar los obstáculos, sino también (y sobre todo) la capacidad de soportar los males sin ser vencido, y hasta el final.

Si, como hemos visto, la paciencia y la perseverancia brillan sobre todo para afrontar los tormentos del martirio, también hay que recordar que estas virtudes fueron practicadas heroicamente por los santos ante males y peligros menos extremos pero cuya duración tal vez era más prolongada.

No hay estado de vida en el que los santos de la Iglesia no hayan ejercido la más heroica paciencia. Pensemos en San Alfonso de Ligorio, que padeció durante décadas una enfermedad de los huesos y nunca se quejó de ella; en Santa Rita de Casia, que sufrió durante años el terrible carácter de su esposo en su matrimonio, logrando con paciencia y dulzura obtener su conversión de una vida violenta y facciosa; en Santa Teresita del Niño Jesús, que ejerció la paciencia en los aspectos más cotidianos de su vida religiosa, pero de manera absolutamente heroica.

Es bien conocida la relación de Santa Teresita con una religiosa a la que consideraba particularmente molesta. En la capilla, golpeaba constantemente su rosario con la banca, y el ruido distraía e irritaba a las otras religiosas.

Incluso Santa Teresita tenía que hacer un esfuerzo para mirar serenamente a la cara a esta religiosa, pero siempre intentaba no demostrarlo. Cuando se la encontraba en el pasillo, se sentía tentada a evitarla, pero se controlaba, la miraba y le sonreía. En el lavadero común, la religiosa rociaba distraídamente con agua a sus hermanas: Santa Teresita no se secaba el agua, para evitar mostrar su disgusto. "Espero recibir chorros de agua bendita", pensaba para sí misma.

Así, Santa Teresita logró invertir sus sentimientos hacia su hermana religiosa. El sonido del rosario en la capilla le empezó a parecer como música que le ayudaba a rezar. Con el tiempo, un día, para su gran sorpresa, la hermana le preguntó: 'Hermana Teresa, ¿por qué me ama tanto?'"

La magnanimidad

Este aspecto de la fortaleza impulsa a emprender grandes obras dignas de honor en toda clase de virtudes: digamos dignas de verdadero honor, y por lo tanto, realmente virtuosas. La verdadera magnanimidad no busca vanos honores, ni riquezas, ni placeres mundanos, y es enteramente compatible con la santidad y la humildad.

La magnanimidad cristiana se fundamenta necesariamente en la virtud de la esperanza, pues no se puede lograr nada que sea difícil y digno de verdadero honor sin la ayuda divina. El santo no se contenta con una virtud mediocre, sino que aspira a practicarla en su plenitud. Por esta razón los santos querían practicar los consejos evangélicos en su plenitud, y no solo en su espíritu.

No solo aspiraban a practicar el espíritu de las bienaventuranzas, sino que a menudo querían llegar hasta el final, siempre que fuera la voluntad de Dios para ellos. Los santos no solo despreciaron las riquezas, sino que muchas veces renunciaron a ellas de la manera más total y, como diríamos hoy, más extrema.

Deseaban una vida en la que incluso sus propias necesidades permanecieran inciertas y fueran confiadas a la Providencia. Es por eso que se fundaron órdenes "mendicantes" que ni siquiera poseían los bienes necesarios para la vida diaria. En cuanto a la castidad, muchos santos quisieron vivirla de manera absoluta, conservando su virginidad e incluso renunciando a matrimonios legítimos.

No podían renunciar al honor de amar a Dios con un corazón absolutamente indiviso y un cuerpo completamente mortificado, aun a costa de grandes penitencias para vencer todas las tentaciones. Sabemos cómo San Benito, para vencer el pensamiento que le inspiró una joven que vio en la calle, se revolcó en un matorral espinoso: para él, el ideal de la virginidad no podía sufrir ninguna disminución ni condescendencia.

Y si algunos santos realizaron lo que se puede llamar "grandes obras" (misioneras, guerreras, políticas, caritativas), su magnanimidad debe buscarse precisamente en su amor a la virtud, que es ante todo una victoria interior.

Marcel de Corte, que veía la dificultad para el cristiano de hoy de realizar acciones visiblemente grandes, en un mundo donde ya no parece haber lugar para la genuina magnanimidad, invocó para el futuro "la magnanimidad de los humildes", siempre posible, y cada vez más necesaria para todos: en efecto, ya no es posible razonar en términos de mediocridad en una situación como la actual, donde solo cabe la virtud practicada con valentía y heroísmo, incluso en las cosas pequeñas (que hoy en sí mismas se han vuelto arduas).

La magnificencia

La magnificencia incita al hombre a moderar su amor a las riquezas, para que no se limite cuando se trata de realizar grandes obras exteriores. Como vemos, esta virtud no se opone en nada al espíritu de pobreza; al contrario, es la condición para observar este consejo evangélico, aun cuando se dispone de grandes medios económicos.

El esplendor de los edificios sagrados y de las obras de arte incomparables (muchas veces queridas directamente por los santos o construidas en su honor), que recorren los países católicos, sería por sí solo un signo suficiente de la presencia de tal virtud en la Iglesia. El hecho de que muchos de los constructores de estas obras nunca vieran su finalización descarta la idea de que pudieran haber sido realizadas por vanidad.

Las riquezas que los santos tuvieron en sus manos no quedaron encerradas en arcas haciendo padecer hambre a los pobres, sino que fueron utilizadas para las obras que, durante siglos, han constituido y constituirán la riqueza espiritual y cultural de todos los hombres, y fueron distribuidas entre los trabajadores que contribuyeron a estas empresas.

Lo mismo se aplica a las riquezas involucradas en inmensas obras de caridad y asistencia, de las que hemos hablado más arriba, así como a los grandes gastos de guerra solicitados por los santos para el bien común, como la acción de San Pío V para financiar la Santa Liga, comprometiendo las riquezas de la Iglesia para la victoria de Lepanto, que fue decisiva en la historia de la cristiandad.

En los tiempos modernos, pensemos en los gastos de San Juan Bosco, transformados en iglesias y escuelas para jóvenes de todo el mundo. Partiendo de la nada, no limitó sus proyectos ni sus realizaciones, sino que, confiando en la Providencia, construyó sin preocuparse por gastos ni límites. Pensemos en la basílica de Nuestra Señora Auxiliadora en Turín o la iglesia del Sagrado Corazón en Roma.

La construcción de esta última, iniciada por Pío IX, se detuvo por falta de fondos: Don Bosco aceptó la petición de León XIII de terminarla, pero además añadió el proyecto de un internado y una escuela para niños pobres. A pesar de tratarse de una empresa ya en dificultades financieras, la magnificencia del santo no se preocupó por la parte económica, y la iglesia se terminó de construir rápidamente, con todas sus estructuras, rica en mármol y obras preciosas.

Cuando, después de la consagración de la iglesia, Don Bosco celebró allí la Misa por primera y única vez, en el altar de María Auxiliadora, la Misa fue interrumpida quince veces por los sollozos de gratitud del santo.