La santidad de la Iglesia (14): la virtud de la templanza

Fuente: FSSPX Actualidad

Santo Tomás recibiendo el don de la castidad tras haber vencido la tentación

Los apetitos que conducen a la preservación de la vida y de las especies se encuentran, como indica la experiencia común, entre los más fuertes que impulsan al ser humano. A menudo son tan fuertes que dominan la razón, debido al desorden introducido por el pecado original. Por lo tanto, la verdadera religión no solo debe enseñar la templanza (la virtud que los gobierna), sino también proporcionarnos ejemplos de santos que vivieron heroicamente esta virtud.

Este es un argumento apologético comprensible, incluso en nuestro tiempo, y quizás hoy más que nunca. En una época en que el placer de los sentidos se presenta como el aspecto más importante de la existencia humana, el ejemplo de quienes han renunciado a él para llevar una vida verdaderamente celestial es aún más poderoso.

Es fácil ver el intento contrario de los enemigos de la Iglesia: se esfuerzan por mostrar que la profesión de castidad solo puede ser sinónimo de hipocresía o conducir al desorden. De ahí el uso de los escándalos morales de los clérigos como poderoso argumento antiapologético, que ha llevado a muchas personas a dudar de la fe y abandonarla.

No se trata aquí de negar estos escándalos, sino de mostrar que en la Iglesia hay todo lo necesario para vivir de manera celestial; la presencia de santos que han superado lo que el mundo considera indispensable siempre será un argumento eficaz para mostrar la presencia de una virtud divina y sobrehumana en la Iglesia.

Estos santos son los ejemplos que la Iglesia ofrece para comprender lo que el poder divino puede desplegar en una vida vivida por encima de las tentaciones carnales, especialmente cuando la pureza está asociada a la humildad del corazón.

La templanza en la comida y el ayuno

En primer lugar, debemos detenernos en la moderación del apetito en lo que se refiere al alimento: aunque el pecado contra la templanza en este ámbito es generalmente menos grave, el dominio propio en los placeres de la mesa es el fundamento de la castidad, como los Padres de la Iglesia y los Doctores enseñan unánimemente, basándose en las mismas palabras de la Escritura.

En el Evangelio no se sataniza la comida de forma gnóstica. De hecho, Nuestro Señor, incluso después de su Resurrección, come y bebe todo tipo de alimentos (incluyendo pescado y carne), y bebe vino en compañía de sus discípulos o en las bodas de Caná.

Pero el ejemplo del ayuno nos viene precisamente de Jesucristo, y desde el principio, la Iglesia y los santos han imitado esta práctica: no para demonizar la materia, sino para reducir a la servidumbre los apetitos corporales que, en el desorden que siguió al pecado original, militan contra las facultades superiores del alma.

Por eso, el ayuno se convirtió en una constante en la vida de todos los santos de la Iglesia, y sería difícil encontrar un santo que no lo haya practicado, a veces en formas elevadas, incluso milagrosas. Sin embargo, siempre está ligado a una profunda humildad, porque sabemos muy bien que las formas elevadas de ascetismo pueden conducir al orgullo.

San Francisco, por ejemplo, se retiró a la isla del lago Trasimeno para ayunar durante cuarenta días, llevando consigo solo dos panes. Al final de su ayuno, solo había comido medio pan, para no volverse arrogante y correr el peligro de considerarse igual a Cristo en el ayuno absoluto.

El ayuno, por tanto, iba siempre de la mano de la obediencia a los superiores y a los confesores. El Cura de Ars inició un riguroso ayuno en 1818, que no cesó hasta su muerte; pero él mismo reconoció más tarde ciertos "excesos" como locuras juveniles, aceptando posteriormente una (muy relativa) "moderación" por obediencia.

La excepcional mortificación de los apetitos iba siempre acompañada de la sencillez y la humildad, convirtiéndose simplemente en la expresión del mandamiento evangélico: "No os afanéis por vuestra vida, qué comeréis o beberéis, ni por vuestro cuerpo, qué vestiréis; ¿No vale más la vida que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?" (Mt 6,25).

En lo que respecta a los ayunos milagrosos, Santa Catalina de Siena ayunó completamente durante ocho años, como lo atestigua la bula de su canonización. Durante este período, se alimentaba únicamente de la Sagrada Eucaristía: la petición del Padrenuestro sobre el pan de cada día se había convertido para ella en una petición puramente espiritual debido a un don especial.

La castidad

Signo indudable de la presencia del reino de Dios en la tierra, recomendada por el Señor y los Apóstoles, la castidad perfecta es una de las grandes riquezas espirituales y apologéticas de la Iglesia romana.

No hay que demonizar el buen uso del apetito sexual, como parte del matrimonio y para la procreación de los hijos, que la Iglesia evidentemente aprueba y bendice con un sacramento: la Iglesia no es gnóstica, pero cree que es posible renunciar incluso a lo que es lícito por un bien espiritual mayor y más perfecto, siguiendo al Salvador y las bienaventuranzas de la Nueva Ley.

La exigencia de poner en práctica este consejo evangélico por parte de todos los ministros del culto, que existe desde la época apostólica, ha sido celosamente guardada en su integridad únicamente por la Iglesia romana, que exige a sus ministros el don indiviso de sí mismos en el servicio divino. Si bien el Oriente cismático ha mantenido formas aparentemente austeras de vida monástica, desde hace muchos siglos ha renunciado a exigir a todos sus clérigos tal autosacrificio para ascender al altar.

En el Pontifical Romano, se dice que San Esteban fue elegido por los apóstoles por su particular castidad: de esta virtud, San Esteban obtuvo el desprecio del mundo necesario para aceptar el martirio. Desde entonces, toda vida religiosa cristiana ha tenido como fundamento la exigencia de la castidad perfecta.

Desde las santas vírgenes mártires de los primeros siglos, hasta el elogio de la virginidad por San Ambrosio y los demás Padres de la Iglesia, pasando por el gran auge de la vida monástica, la Iglesia nunca ha concebido una vida de perfección sin el desapego de los placeres y afectos terrenales.

Sería imposible enumerar todos los ejemplos de los santos que vivieron entregando completamente su cuerpo a Dios, permitiendo que la perfección evangélica descendiera hasta lo más profundo de su humanidad, dominando el apetito humano más radical, el que impulsa al placer ligado a la procreación. 

En este sentido, hemos hablado ya de la vida angélica, como es el caso de Santo Tomás de Aquino o San Luis Gonzaga: en esta victoria sobre la fragilidad humana resultante del pecado original, puede verse algo verdaderamente celestial sobre la tierra. En realidad, este dominio es el resultado de la restauración y curación de los poderes heridos por el pecado, y más aún de un amor total a Cristo.

No hay que olvidar, sin embargo, que los santos lucharon toda su vida contra la tentación, y que esta dominación es fruto de una lucha permanente -a excepción de raros casos milagrosos, como el de Santo Tomás que, después de haber ahuyentado a una mujer que le fue presentada para hacerlo pecar, recibió el don de no sentir más tentaciones carnales.

El gran San Alfonso de Liguori, que murió en 1787 a la edad de 91 años, afirmó haber padecido tentaciones impuras casi hasta el último día de su vida, y haberlas combatido valientemente con oración y penitencia hasta el final.

La misma Santa Catalina de Siena fue afligida por el demonio durante tres días con continuas tentaciones impuras; después de estos tres días, el Señor se le apareció para consolarla; la santa entonces le preguntó: "¿dónde estabas durante estos tres días?" El Señor le respondió: "Estaba en tu corazón dándote fuerzas para resistir la tentación".

La victoria de la castidad solo es comparable a la del martirio: en ambos casos, la guerra espiritual vence lo más profundo del hombre. Por un lado, el apego a la vida corporal y el miedo a la muerte; por otra parte, la fortísima y desordenada tendencia a los placeres de la procreación, arraigada ya por naturaleza en lo más profundo del hombre, y más trastornada aún por el desorden del pecado original.

Por eso, la verdadera Iglesia será siempre reconocida por el culto que rinde a estas dos clases de vencedoras, y por su capacidad de generarlas en sí misma.